Nunca
dices toda la verdad: nunca mientes.
Como
si dijera: el ruido de las ramas agitándose no es el viento,
el
ronroneo del agua en la hornalla no es la tibieza,
ni
siquiera tu cabeza sobre mi hombro es tu presencia,
pero
todo lo que ocurre entre hoja y hoja ocurre en la raíz
y
la taza de té que enfría tus manos no ocurre sólo entre tus manos.
Como
si dijera: nada hace pensar que es así, pero todo lo que confirma,
hasta
tus destellos de sombra con que me iluminas.
Nunca
dices toda la verdad: siempre existes.
El
milagro de la gaviota que atraviesa la plaza de la ciudad lejana, por ejemplo,
no es más que la gaviota que atraviesa
el cielo de la ciudad lejana, de
esta ciudad.
¿Son
ya las seis y veinte cuando la gaviota cruza la plaza de la ciudad?
¿Eran
ya las seis y veinte cuando la gaviota cruzaba el cielo de la ciudad lejana?
El
baja la mirada, no puede con el tiempo que atraviesa esos ojos levemente
entristecidos,
bastante
ya es entender que el sentido de una gaviota sobre la ciudad –esta
ciudad, cualquier ciudad- no es más que
la proximidad del mar.
El
baja la mirada y ella comprende, roza con su mano la derrota: alguna vez
la espuma de cualquier mar humedeció la
punta de su zapato y él
recordó unos versos, mejor dicho, la
página muy blanca de un libro
cuyos versos aún naufragan.
No,
él jamás quiso ni querrá morir con un libro- ni siquiera ese libro- entre
las manos,
ni
siquiera esa página muy blanca que él daba vuelta con delicadeza bajo el
temblor de una hojas contra el cielo.
Pero,
¿por qué la muerte a las seis y veinte cuando la gaviota cruza el cielo de
la ciudad lejana –esta ciudad, esta
ciudad- sin otro sentido que la
proximidad del mar?
¿por
qué también en medio de esta plaza el mar agita cajones destrozados,
anillos de petróleo y un cuerpo ya sin
brazos ni ojos ni memoria?
Ella
comprende y se inclina sobre la derrota, vuelve a cubrirse con la bufanda
de colores, hace frío.
Ahí
estaba el roble en medio del campo tocado por la lluvia de la mañana
y
la sombra ocre de hojas y más hojas a sus pies,
caminé
hacia él entre la niebla sostenida en el aire como el aliento de la
ceniza
y
sus ramas desnudas aguantaban la tristeza del mundo, y cómo goteaba.
Bajo
todo eso me cobijé para pensar en ella junto al fuego, ella observando
pensativa cómo crepitan los leños
con
el rostro iluminado por el temblor de las llamas
mientras
las gotas caían sobre mi cabeza descubierta.
Sí,
me acuerdo muy bien,
afuera
llovía y yo lo sabía por el ruido en las tejas
y
por tu rostro que era el único paisaje contra la ventana
y
en él yo adivinaba como una niebla gris entre el ocre de las ramas
y
el olor del agua sobre la tierra y un ruido de pasos –“¿ellos? ¿son ellos que
vuelven, los muchachos?”- sobre las hojas
quebradizas.
De
noche –“la danza de las algas y el callado trabajo de los erizos”- se mueven
los sueños,
tiemblan,
se agitan –“un murmullo de gritos tan monótono y constante”- como
raíces del pensamiento.
Pero
de noche tu ausencia es toda la noche,
esa
inquietud inquietante:
la
mano baja a buscar y sólo busca
mientras
la memoria es una lejana playa abandonada por el mar.