domingo, 26 de agosto de 2012

Alberto Szpunberg



Nunca dices toda la verdad: nunca mientes.
Como si dijera: el ruido de las ramas agitándose no es el viento,
el ronroneo del agua en la hornalla no es la tibieza,
ni siquiera tu cabeza sobre mi hombro es tu presencia,
pero todo lo que ocurre entre hoja y hoja ocurre en la raíz
y la taza de té que enfría tus manos no ocurre sólo entre tus manos.

Como si dijera: nada hace pensar que es así, pero todo lo que confirma,
hasta tus destellos de sombra con que me iluminas.
Nunca dices toda la verdad: siempre existes.






El milagro de la gaviota que atraviesa la plaza de la ciudad lejana, por ejemplo,
         no es más que la gaviota que atraviesa el cielo de la ciudad lejana, de
         esta ciudad.
¿Son ya las seis y veinte cuando la gaviota cruza la plaza de la ciudad?
¿Eran ya las seis y veinte cuando la gaviota cruzaba el cielo de la ciudad lejana?
El baja la mirada, no puede con el tiempo que atraviesa esos ojos levemente
         entristecidos,
bastante ya es entender que el sentido de una gaviota sobre la ciudad –esta
         ciudad, cualquier ciudad- no es más que la proximidad del mar.
El baja la mirada y ella comprende, roza con su mano la derrota: alguna vez
         la espuma de cualquier mar humedeció la punta de su zapato y él
         recordó unos versos, mejor dicho, la página muy blanca de un libro
         cuyos versos aún naufragan.
No, él jamás quiso ni querrá morir con un libro- ni siquiera ese libro- entre
         las manos,
ni siquiera esa página muy blanca que él daba vuelta con delicadeza bajo el
         temblor de una hojas contra el cielo.
Pero, ¿por qué la muerte a las seis y veinte cuando la gaviota cruza el cielo de
         la ciudad lejana –esta ciudad, esta ciudad- sin otro sentido que la
         proximidad del mar?
¿por qué también en medio de esta plaza el mar agita cajones destrozados,
         anillos de petróleo y un cuerpo ya sin brazos ni ojos ni memoria?
Ella comprende y se inclina sobre la derrota, vuelve a cubrirse con la bufanda
         de colores, hace frío.






Ahí estaba el roble en medio del campo tocado por la lluvia de la mañana
y la sombra ocre de hojas y más hojas a sus pies,
caminé hacia él entre la niebla sostenida en el aire como el aliento de la
         ceniza
y sus ramas desnudas aguantaban la tristeza del mundo, y cómo goteaba.
Bajo todo eso me cobijé para pensar en ella junto al fuego, ella observando
         pensativa cómo crepitan los leños
con el rostro iluminado por el temblor de las llamas
mientras las gotas caían sobre mi cabeza descubierta.





Sí, me acuerdo muy bien,
afuera llovía y yo lo sabía por el ruido en las tejas
y por tu rostro que era el único paisaje contra la ventana
y en él yo adivinaba como una niebla gris entre el ocre de las ramas
y el olor del agua sobre la tierra y un ruido de pasos –“¿ellos? ¿son ellos que
         vuelven, los muchachos?”- sobre las hojas quebradizas.






De noche –“la danza de las algas y el callado trabajo de los erizos”- se mueven
         los sueños,
tiemblan, se agitan –“un murmullo de gritos tan monótono y constante”- como
         raíces del pensamiento.

Pero de noche tu ausencia es toda la noche,
esa inquietud inquietante:
la mano baja a buscar y sólo busca
mientras la memoria es una lejana playa abandonada por el mar.