Elegía
I
Íbamos
juntos, madre,
por
una calle extraña
de
una ciudad desconocida.
Los
fanales temblaban
bajo
la lluvia, iluminando rostros
que
nunca vimos antes,
que
no vemos ahora.
Nos miraban.
pero
no lo advertíamos...
Con
el dolor en alto –que fue el único
laurel
para tu frente -,
me
absolvían el desamor,
de
la distancia
que
puse entre tus sueños y mi vida.
II
Yo
no miro este cielo.
En
cada nube, en cada gajo de inmensidad,
hallaría
un reproche
que
desde el fondo de tu ausencia viene.
Porque
de pronto escucho tu voz, tu vos lejana,
tu
silencio,
y
un sobrecogimiento de infinito tiembla en mi corazón.
Tú,
sin embargo, me perdonas.
Y
sigues, en mis sueños, envolviéndome
con
tu mirada pura llena de luz sin fondo.
¿Por
qué –me digo ahora-,
por
qué llega el amor cuando la rosa
sus
cenizas esparce al firmamento?
Cuando
se corporiza en el delirio
lo
que vimos pasar como una sombra,
ebrios
de nuestra muerte.
III
Envuelta
en una música doliente
llegas
a mí, de lejos, madre mía.
Y
aunque no cantes tú, la melodía
vibra
en mi corazón, llora en mi frente.
Pueblas
mi sangre silenciosamente
y,
al prolongarte en mí, soy tu agonía:
raído
azogue, remembranza fría
de
tanto amor y tanta luz ausente.
Madre,
mi soledad a ti se aferra.
Nada
me habita como tu recuerdo
por
la infinita sombra iluminado.
Protégeme
en las lindes de la tierra
donde
sin causa ni razón me pierdo,
donde
ya ni conmigo me he quedado.
El miedo
Quiero
un final feliz para esta hazaña:
quiero
que nunca empiece.
No
sea que de pronto
caiga
el volatinero con su copa
y
no podamos retener
ni
un trizado cristal.
Palabras
Sólo
te pido que recuerdes
la
luz de aquel amanecer
que
hemos amado tanto.
He
derrochado contigo
tantas
palabras que creíste ciertas,
que
palpitaban,
que
vivían.
Y
amé en ti mis palabras.
Cuando
dejé de amarlas te perdí.