domingo, 26 de agosto de 2012

Enrique Molina



         Alta marea

 

Cuando un hombre y una mujer que se han amado se separan
se yergue como una cobra de oro el canto ardiente del orgullo
la errónea maravilla de sus noches de amor
las constelaciones pasionales
los arrebatos de su indómito viaje  sus risas a través de las piedras sus plegarias 
y cóleras
 sus dramas se secretas injurias enterradas
sus maquinaciones perversas las caserías las diputas
el oscuro relámpago humano que aprisionó un instante el furor de sus cuerpos con
         el lazo fumíneo de las antípodas
los hechos a la deriva en el oleaje de gasa de los sueños
la mirada de pulpo de la memoria
los estremecimientos de una vieja leyenda cubierta de pronto con la palidez de la
         tristeza y todos los gestos del abandono
dos o tres libros y una camisa en una maleta
llueve y el tren desliza un espejo frenético por los rieles de la tormenta
el hotel da al mar
tanto sitio ilusorio tanto lugar de no llegar nunca
tanto trajín de gentes circulando con objetos inútiles o enfundadas en ropas
         polvorientas
pasan cementerios de pájaros
cabezas actitudes montañas alcoholes y contrabandos informes
cada noche cuando te desvestías
la sombra de tu cuerpo desnudo crecía sobre los muros hasta el techo
los enormes roperos crujían en las habitaciones inundadas
puertas desconocidas rostros vírgenes
los desastres imprecisos los deslumbramientos de la aventura
siempre a punto de partir
siempre esperando el desenlace
la cabeza sobre el tajo
el corazón hechizado por la amenaza tantálica del mundo
Y ese reguero de sangre
un continente sumergido en cuya boca aún hierve la espuma de los días
         indefensos bajo el soplo del sol
el nudo de los cuerpos constelados por un fulgor de lentejuelas insaciables
esos labios besados en otro país en otra raza en otro planeta en otro infierno
regresaba en un barco
una ciudad se aproximaba a la borda con su peso de sal como un enorme
         galápago
todavía las alucinaciones del puente y el sufrimiento del trabajo marítimo con
         el desplomado trono de las olas y el árbol de la hélice que pasaba justamente
         bajo mi cucheta
este es el mundo desmedido  el mundo sin reemplazo el mundo desesperado como  
         una fiesta en su huracán de estrellas
pero no hay piedad para mí
ni el sol ni el mar ni la boca pocilga de los puertos
ni la sabiduría de la noche a la que oigo cantar por la boca de las aguas y de los
         campos con las violencias de este planeta que nos pertenece y se nos escapa
entonces tú estabas al final
esperando en el muelle mientras el viento me devolvía a tus brazos como un pájaro
en la proa lanzaron el cordel con la bola de plomo en la punta y el cabo de Manila
         fue recogido
todo termina
ni viajes ni amor ni olvido no avidez
todo despierta nuevamente con la tensión mortal de la bestia que acecha en el sol
         de su instinto
todo vuelve a su crimen como un alma encadenada a su dicha a sus muertos
todo fulgura como un guijarro de Dios sobre la playa
unos labios lavados por el diluvio
y queda atrás
el halo de la lámpara el dormitorio arrasado por la vehemencia del verano y el
         remolino de las hojas sobre las sábanas vacías
y una vez más una zarpa de fuego se apoya en el corazón de su presa
en este Nuevo Mundo confuso abierto en todas las direcciones
donde la furia y la pasión se mezclan al polen del Paraíso
y otra vez la tierra despliega sus alas y arde de sed 
intacta y sin raíces
cuando un hombre y una mujer que se han amado
se separan





    Folletín pasional entre las lluvias

 


(En memoria de *** muerta por su amante)

¡Despierta, inmensa ciudad!
Las viejas, al atardecer, tejían indefensas lanas,
en sus cubiles ocres, junto al río,
cubiertas de indiferencia y polvorientas arañas.
Las sombras, los parques mutilados,
y las turbias mujeres lívidas paseando perros horribles,
eran ya sólo el paso doloroso de una gran día.
¡Ciudad impura y roída! Con la lluvia sobre las luces,
detiene a esa criatura envuelta en llamas
con una bala en la boca y los cabellos casi agrios,
atravesando uno a uno tus edificios miserables,
-donde sonríen los durmientes: “Soñamos con bellos muertos...”-
Cruzaba todas tus puertas como el viento ciego en los árboles
hasta golpear con su cuerpo en el espacio desnudo.

¡Oh, muchacha de sonriente mejilla! ¡De huracán destinado!
Dormías, sin embargo, con la noche ocupando toda tu piel y tu pelo,
y al amanecer, vestida con ligeros linos, tal una vana diosa,
cantabas entre las verduras y la leche sumisa.
O como una sombra brillante, hundiéndose en los espejos,
con anillos dorados, entre puntillas marchitas,
al compás de los perfumes, los besos y las caricias nocturnas.
Vivías sin saber nada hasta caer en tu herida.

Suaves rufianes de meloso cieno y flores nauseabundas.
Esos gestos, como la arena mortecina...
Hombres que el alba envuelve en vagos lienzos salobres,
mientras el viento que sonríe por las hojas
no ha penetrado nunca bajo sus máscaras azules.
Canallas inocentes, despojos  que el demonio enamora
“¡Qué melodiosa es la hierba húmeda...! –Ah, sólo quien está muerto
puede dormir en esos lechos...!
Hoteles de luz rota por el vicio,
con sus paredes de mágicos papeles mortales,
como charcas estivales, ligeramente corruptas.
Mujeres en cuyo aliento se duerme funeralmente,
atrayendo a sí suaves nieblas con que ocultar ceniza.
Todos con su angustia inmóvil, graciosamente malditos,
subían desde el Bajo a ver el drama.
Ella descansaba, sin cirios, pero espléndida como una infanta.
Y la sangre de sus mejillas cubríale ya todo el pecho.

¡Oh, insensato! Amaste sus hombros pulidos como piedras marítimas.
Su cabeza cubierta de esencias perfumadas.
Y su pesado cuerpo macizo que no era el ensueño ni el aire,
sino algo carnal y terrestre, insaciablemente nítido y enigmático
vibrátil como un bosque cálido, donde la muerte, bajo la piel voluptuosa, latía
         con delicadeza.
Y los redondos pechos colmados por un hálito tibio.
¡Oh, tenebroso mártir!
¿Oyes tu alma gemir alrededor de esos miembros
cuya belleza es ahora una llaga ignorante en tu corazón...?
Pobre cuerpo violado por una luz fulmínea:
“el amor no es tan sólo una sonata”.
Víboras con flores
conducen otra vez la lujuria a su indolente ataúd.

Con el rostro vacío, parecida a una llamarada,
corría la amante, alzando la mirada cárdena,
precipitándose a solas bajo las losas oscuras.
Criatura casi divina entre la tierra y el rayo,
como una niña extraviada en el esplendor de su espanto.
“Abridme”, dijo, y gemía arañando los muros sórdidos,
el rostro lleno de vidrio y la deshecha garganta.
Y cual la luz  en un río, caía envuelta en su estertor,
y ya sin poder salir de él para siempre,
como aprisionada por una vaga espuma rojiza.

La anciana, con sus rugosas manos de corteza,
tanteaba los muebles y el fango de la noche,
ritualmente, buscando el cadáver de su hija.
Pero sólo conseguía derramar los floreros sobre el espacio indescifrable,
entre las grandes burbujas de su corazón.
Ese pavor casi tierno, esa paciencia henchida las ventanas,
como el pájaro atraído por el fruto más puro,
descendía insensible hacia donde la joven yacía,
besada en la boca por el fuego.

Extrañamente yacía, pálida, lejana.
Tan próxima al tumulto y el horror, y ya tan ausente y plácida,
huyendo por su herida en lerdos hilillos rojos.
Pas a paso, tal como sube el vaho hacia el crepúsculo invernal,
sus ropas se le transforman en un sudario empapado,
y su rostro de lava gris sonríe con majestad fúnebre.
Sólo sus pequeños zapatos sabían cómo había caído,
y de qué modo su cuerpo llenósele de blandura
para rodar hasta el suelo, debajo de sus clavículas.

Coronada con luciérnagas muertas,
volaba despacio  la lluvia, alrededor de los amantes,
fríamente  sagrada y distante como un dios
al que apenas conmueve la oración o el alarido.
Goteaba la sangre en los escalones marmóreos,
con pausada opulencia, con sus tallos movidos por una ráfaga espesa y cruel,
calcinada por un triste soplo.
“¡Qué armazón desolada un cuerpo hueco...!”
Estatua que se vacía hasta llevarla una hormiga,
como un cementerio de pájaros, con pequeños huesas brillando...

¡Oh, qué calma devastadora en esa leve forma que ha servido a la vida,
colmadamente, como un prado demasiado pródigo...!
Las raíces del mundo se nutren  de esos frutos.
El asesino, llorando le decía dulces memorias,
unidos para siempre  por el odio y el amor como por dos relámpagos
en el sopor eterno de la tierra, como en el regazo de un sufriente ídolo.

Un silencio bajo, un vasto silencio,
traído por un pobre viento húmedo,
envolvía, como una planta trepadora,
esa muerta de espaldas con los labios destruidos,
que pasaba, ignorante, entre lucientes nubes,
como el aliento frío de los campos.
Frescas violetas corren hacia su viso purpúreo.

¡Oh, Dios oscuro! ¡Oh, impasible y dolorida tierra!
Cumplidos están estos destinos, y algo solemne y denso hacia ti desciende,
como el vuelo de un ángel cuya cosecha fue espléndida.
Algo lleno de sufrimiento y de inocencia,
como una oración repetida desde el infierno,
un sonido de arterias donde el amor ardió de un solo golpe,
de amantes corazones desarbolados hasta el musgo.
Son las rotas sonrisas, los miserables sueños por fin innecesarios,
los cabellos ya desiertos, el rumor de las hojas caídas en vano
bajo los grandes bosques,
conduciendo hasta el fondo de la noche
estos pobres cadáveres mojados por la lluvia.



   Examen de la lluvia

 


La corriente el astro la astucia de la lluvia hace girar sus hélices descubre sus altares
         de travesía donde canta la alquimia cuando pasa de pronto una confesión de
         tierras y axilas oceánicas de fangos de piel de reverbero y de saurio y alza su
         mascara de nubes y helechos en el centro blanco del olvido
con el fulgor de la marea en el torso sudado del estibador en la bodega del trópico y           
         ese teclado irresistible de pájaros que expanden su alcohol de fuga en todos
         los sentidos
esos altos velámenes que silban en el día
¡esas gargantas y senos y espaldas con la miel de la noche cuando se desnuda  como
         una loca en la luz de todas sus ventanas errantes para la belleza salvaje de la
         tierra!

¡Lluvias! Tensas como la geometría
verdes como la dicha de los bosques
buscadoras de muertos y de tesoros vagos
propalando el paisaje como un vicio del alma una droga cuyo perfume enerva a las
         sirvientas insomnes de la estación
que lavan cada hoja del instinto cada ademán cubierto de pronto de aguas y balidos
cada rostro con la herida del cielo
donde fluye su aceite misterioso el tótem vivo de la tristeza corazón de piragua
y de tan lejos la lámpara del hotel a través del follaje
y de tan lejos un halo de sábanas que se entreabren con una pereza de sierpes de
         caricias
con un poderío de mulatas que emergen de la siesta
idiomas orgullosos espacios armados de gruesas flores vagabundas
rememorando en sueños la manzana pálida de la convalecencia
el humo tierno y pobre que exhalan los lugares taciturnos de la memoria



    Situación

Una extraña ave acuática de largas patas amarillas y palmípedas, el pico turquesa
y un manojo de plumas insertado en el cráneo cada noche
prodiga la melodía de su garganta polvorienta,
consume su pálido cirio a la espera de alguna desdicha
y baila sin prisa sobre mi esternón cuando duermo.
Baila la condenada como si zapateara sobre la tierra entera,
hasta el fin del mundo,
como si acarreara sangre en la atmósfera hacia mi angustiado corazón.
En vano profiero palabras feroces, plegarias, agito las hojas, los muros de la casa,
el remolino de recuerdos
y los seres extraños que pasan por mis sueños
para cerrar la luz de las flores perdidas;
la muerdo, la desplumo, la azoto,
y apenas sí cae de ella una gota de sangre.
Sólo el amanecer la disipa, pero retorna nuevamente con la noche,
crispada, hambrienta, desde los despojos de la memoria, cada vez más furiosa, a
         bailar sobre mi esternón.


 

    El fui surge a veces

 


El que fui surge a veces como un gran espacio barrido por un viento inmemorial,
las membranas del cielo vibrando en su corazón como un río,
un desastroso desconocido que se interroga en su lengua bulliciosa,
íntimamente cercano sin embargo y lleno de miseria,
gime en un asilo de helechos, su plegaria en un país desorientado,
sólo ligeros remolinos son las casas donde su piedad se instaló,
de ellas parten senderos inexplicables y sus muertos se sientan a la mesa
presentes como dioses.

Así pasan viajeras que trepaban veloces por las llamas del sueño
o desnudas en su propio esplendor,
aliñando sus cabelleras untadas de miel cuando despliegan las alas,
siempre extranjeras en brazos de todo amante, siempre remotas,
a pesar de sus juramentos estériles como piedras,
salieron a ser devoradas por la inconstancia de la tierra,
enjoyadas de ira o lujuria,
desvanecidas en viejos sillones o entre reliquias,
con el martirio entre sus fosforescentes objetos de tocador
hasta que el rocío de sus bocas se pierde en la hierba,
y junto a ellas el hombre tembló al contemplarlas dormidas
sólo atrapadas por vínculos de plumas,
sus altos tacones resonando sobre la tumba, con voluptuosos peinados llenos
         de luciérnagas.

Y ahora cuando las cosas rociadas de fuego huyen hacia la sombra violadora
el que fui es cada vez más misterioso,
disperso en su dicha profana hasta el polvo sin consuelo,
la naranja flotante que golpea contra los pilones del pequeño embarcadero en el
         río,
el largo reguero de aves migratorias que en otro país volaron sobre mi alma días
         enteros
en pos de las grandes sinfonías solares que las enardecían
y hacían brillar de locura en sus ojos redondos y fijos.