Gaviotas
Estas
pequeñas aves marinas, se reúnen a veces en las playas, en no muy grandes
cantidades, a descansar quizás. Permanecen paradas sobre sus finas y ágiles
patas dando cara al mar, mirándolo fijamente como viejos marineros que añoran,
desde el sosiego de los malecones, quién sabe qué puertos. De pronto, pareciera
que algo las inquieta y, como buscando salvación, vuelan desesperadamente hacia
su verde magnitud.
Pese
a estar siempre en grupos, permanecen ocluídas en su soledad pues, al menos
aparentemente, ignoran la presencia de sus compañeras y, es así, como tan sólo
cambian algunas pocas palabras entre ellas. Todo hace suponer, que existe una
sola verdad y una sola preocupación en su mundo.
Remontan,
de tanto en tanto, pequeños vuelos sobre el grupo para luego posarse nuevamente
y terminar así con lo que esto tuvo de desconcertante, siempre con la mirada
detenida en su sentido magnífico. A veces vuelan en dirección contraria, pero
estos vuelos son intrascendentes. De inmediato todas, a pasos cortos y donosos,
se acercan hasta la proximidad mayor que las olas les permiten, cerciorándose
de que el mar no las ha abandonado aún.
Cuando
divisan o presienten –pues aún no se ve- algún barco en el horizonte, se lanzan
en un vuelo irreductible.
Indudablemente,
la costa, es circunstancial para ellas.
Romana puttana
Una
media de seda ha caído sobre el mar. Una multitud clamará por el regreso del
caudillo y yo miraré tristemente sus carne rosadas y nuevas: ha nacido en mí la
gorda literatura.
Afuera
el viento agita árboles y caderas. Son los arcos del amor, la leyenda; el aire
y la tierra de los hombres.
La
italiana sonríe suavemente. Su ternura es grande como los pájaros, honda su
violencia.
La
habitación se ha llenado de olores concretos.
Cora
tu
fragilidad a la que simone martín
hubiese
dado el golpe de gracia
tu
temor ácido a los hoteles
a
los huecos del porvenir
tus
presentimientos de abandonada
tu
deseo sometiendo los médanos
la
soledad
las
osamentas
y
ese algo que inexperta
no
podías controlar ni contradecir
eso
que estaba más allá del ensueño
del
jerez constelado
más
allá de la ingenuidad y del recelo
del
filo de los pícaros
de
la espuma de los inocentes
eso
parecido a la aventura
que
se escabullía en la penumbra
de
tus grandes zaguanes
aquello
que incendiabas para permanecer
los
últimos navíos
lo
que indagaba la pampa sin decir nada
aquello
que te deja con cierta tibieza mexicana en el corazón
sonriendo
pálidamente al fuego que nada devolverá
que
se quedará con todo
Del otro lado
Cuando
estuvimos desesperados, alguien
contó
la historia.
No
se la puede escuchar serenamente, tiemblan
las
manos, el corazón se encoge de dolor;
da
un poco de miedo mirar a la gente, detenerse.
Ocurre
lo de siempre.
Estábamos
perdido y la historia era confusa. También
aquella
vez (siempre aquella vez) apagaron
las
luces y fue necesaria la presencia de tu mano.
Nos
apretamos las manos que aún no se había manifestado, que nunca
llegaría
a marcarnos como sospechábamos, sino
de
otra manera. Nuestras manos
procuraban
ordenar el temblor, dominar el doloroso pánico;
y
todo porque Humphrey Bogart había resucitado.
Estábamos
perdido en aquel
cine
y él no era como el redentor; su cruz
no
era un mandato, era
la
inteligencia del hombre, era la resurrección
de
la ciencia y de nuestros rostros despavoridos.
Hace
mucho que nos pasó esto; la mano
fría
del cadáver impenitente
rozaba
los sueños,
acariciaba
nuestros tiernos rostros despavoridos.
Desde
aquella vez no sabemos qué hacer con las historias
con
los muertos que no aceptan su desdichada condición, no
sabemos
qué hacer con el miedo; no sabemos
encontrar
nuestras manos, nuestra
tristeza.
El mundo inconsistente.
Hubo
muchas anécdotas como ésta ¿Quién
no
tiene cosas horribles que contar? ¿Quién no tiene
su
historia? Pero nadie supo qué decir, nadie supo
qué
hacer, cuando alguien contó la historia.
Seguramente
al escucharla buscarás una mano; será
como
antes, pero enseguida
intentarás
olvidar que estuvimos tristes o asustados.
Tampoco
sabrás qué decir cuando se haga tarde; lo de siempre:
tendrás
ganas de llorar, y nada más.
Nadie
esperaba una historia como ésta, tan lamentable ¿Por qué
no
llorar entonces? ¿Por qué no perderse en la espesura de la sala?
Se
derramará sobre tu memoria,
como
el alcohol que se vuelca entre los nervios y la madrugada;
la
historia sobrevolará tu linda cabecita,
será
un cuervo que sacudirá tus entrañas corrompidas,
que
despeinará cariñosamente tu pelo.
Felipe Vallese
para Alejo
Escuché
que unos chicos preguntaron: “quién parará la lluvia”; otras
personas
estaban escuchando la misma pregunta y, a su vez , comenzaron
a
formularla: el dependiente, el despachante de bebidas
de
importación; hasta pulperos y uruguayitas y otros
hermanos
continentales abandonaban la vieja y estúpida
rivalidad,
despejando las nubes de misterio
y
confusión sobre la tierra, para preguntar precisamente: “who’all
stop the rain”. Guardianes
del orden se aventuraron
en
la desesperación para preguntarse también “quién parará
la
lluvia” y la pregunta rodó de mano en mano, hasta llegar a los oídos
acolchonados
de torturadores, especialistas de toda calaña que nunca
pudieron
zambullirse en la gloria del sol: “Quién parará
la
lluvia”, decían
unos
y otros y los tontos y los pillos trataban de conjurar
el
clamor, los nuevos aires que se desataban de conjurar
el
clamor, los nuevos aires que se desataban con las lluvias, el amor
que
arranca con las tormentas: “quién parará la lluvia”, decían los enfermos,
los
desamparados, los derrotados y los satisfechos que dejaron de serlo
inmediatamente
después de preguntar “quién parará la lluvia”. De inmediato
los
éxitos se derrumbaron como peste triunfales, el New Deal se enredó
en
sus cadenas doradas, el doctor Frondizi no se dio cuenta. Los muertos
se
plegaron al desafío: asesinado llegaron
a
levantar la cabeza lacerada y miraron de frente,
requiriendo:
“quién parará la lluvia”. Y la pregunta se generalizó
como
los temporales, empujó
los
cielos y abrió las luces del espacio.