El mar sube
a la playa. Los restos espumados
del
almuerzo estival se hunden en la arena.
La arena
los penetra. Desaparecen. Rota
la memoria
común, la conciencia del mal empieza
a
extenderse, y es un sueño de agujas del mal empieza
a
extenderse, y es un sueño de agujas clavadas,
de olores
húmedos, de algas insistentes,
entre la
exasperación solitaria y el coloquio
con el
pasado, con el hombre autobiográfico,
pertinaz en
el detalle y, por ello mismo,
despojado
de epicidad para el mundo que acabó.
Tus hijos,
amigo, tus hijos detrás de las dunas,
observan a
los pintores de barbas melancólicas,
y sus ojos
revelan la ventura del alma, lejos
toda escolar
contención. “¿De quién es la mano?”,
se
preguntan. “¿Adónde irá la línea?”, “Oh,
los
caballos, cómo se mueven, están borrachos”,
“Son una
mancha fantástica en la tarde”.
Recuerda el
amuleto colgado de nuestros cuellos.
Recuerda,
como yo recuerdo, sin sentirte
superior a
tu madre, sin solazarte en el elogio
del Buen
Sentido y en las preciosas conclusiones
de la
Ciencia –o esa ciencia no es ya tan moderna,
y es más
moderna la persistencia cabalística,
el credo en
las propiedades estupendas
de ciertas
materias infinitesimales y grandiosos.
“Recuerdo:
cuando me quité el chato corazón
de
terciopelo, el corazón violáceo y aguijado,
me sentí
enfermo, desamorado. Pero tanto amor
había en la
mano materna, tanta filantropía,
que su acto
no podía ser la propia potencia.
No.
Solamente cálculos de conquistas familiares,
burguesas,
ávidas de una destreza suprema
que siempre
se encomienda a los hijos.
Y nosotros
nos desviamos, y nosotros buscamos
la
expresión; nosotros, sus hermosos y vanos
traidores,
sus ajenos eternos”.
Los
jóvenes: si el poder vence, serán el dedo
de la
plutocracia que apunta al hambre de los pueblos,
el
servilismo más tejido, la protesta de los music-halls,
el ajedrez
de las conferencias, el horror
de las
mansiones múltiples en corazón a las colonias,
el divismo
de la inteligencia. Serán los nuevos
patriarcas
que en sus tribus susciten el culto
de la
maquinaria como una sola circunstancia apretada
sobre sus
pulsos y calibrada hasta la confesión
y después
la agonía.
“No, no
podrás entristecerme más todavía,
no podrás
agregarme otra tristeza capaz
de
apropiarse esta tristeza tangible del futuro...”
Delicadamente,
es tarde; el mar parece
estar tan
cerca de la mano, tan consumido
y sin
respuesta. Los niños, cansados,
desde la
altura, oscilantes, huyen hacia el pequeño bosque:
vuelven,
despavoridos, se refugian, expiando el alejamioento:
la claridad
los recibe los recibe, y en ella
vibran como
animales gozosos.
“Nosotros
fuimos iguales un día.
Deseábamos
el portento de la razón,
el único y
enorme método revelador, paternal.
La razón,
que hilaba en el azar y en la causa,
y juntaba
la pasión con el nuevo diluvio,
fundando
eternamente”
Y la
distancia y la ansiedad forman
un tiempo
encabritado. La distancia
del
pensamiento al acto, la ansiedad
que
sufrimos reconociendo esta vasta
perversión
de los símbolos. Luchan
la pasión y
el escepticismo, la dureza
con la
bondad. El miedo toca a la pasión,
y ruedan
los dos asesinos, los dos asesino
que se
lazan y se aman. Y sin embargo,
no todas
las batallas tiene grandeza;
No todas
las posesiones. No todos los lamentos.
No todas
las catedrales. No todos los mitos.
Negaban la
decepción, ello, decepcionantes.
Aseguraban
que el hombre es múltiplo de sí mismo.
Hacían del
milenio una obra regular,
casi divina
e infalible. La estadística
se notaba
en pías alucinaciones,
y los
testimonios amasaban un lenguaje
de luces.
El arte era un término fungible,
jamás una
forma de vida. Hablábamos de moral
revolucionaria
y resumíamos la historia positiva
de la
humanidad, minada la conciencia estética
de las
contradicciones y los vicio que el hombre
vive sin
albedrío, flexionado, exhausto.
Fue
necesario cometer entonces un acto
solitario y
de suprema certeza. Nos retiramos. Viniste a mi lado y compartimos un ansia
que nos mantuvo
casi intactos.
“No temas.
Soy yo que me revelo ahora,
y también
me juzgo. Fue la diáspora,
y volcamos
en nosotros mismos el terror
de los
místicos desfallecientes. Explotaba
lo
puramente lírico y el pesimismo generaba
el candor
de un infinito enumerar, los compromisos
con la
miseria moral y el cinismo
más
intolerante y pasivo...”
“...Mil
novecientos sesenta. ¿Recuerdas también?
Aquella
experiencia provisional, aquellas escritura
sin
persona, aquella atonía del sentimiento.
Responsables,
llenábamos nuestros vasos
con la
indispensable honra del partido y de la clase.
No sabíamos
cuánto cuesta la comprobación
de los
errores, la catástrofe, la malicia que arrastra.
Y si el
error debía abominarse, si otros
podían
alcanzar el equilibrio que lo contemplara,
patética
hubiera sido nuestra ilusión. En cambio,
vindicativa,
despiadada fue la cultura de la obediencia,
porque sólo
se repitieron los anatemas y los enemigos,
y con otras
opciones se injertaron o racionalizaron
los
encantamientos de un falso criterio de los concreto,
el terror
del practicismo que prefiere la esclavitud
de la cifra
y el finalismo a una libertad sinuosa.
Todavía
creo: no hay movimiento alguno sin trascendencia:
desprecio
esa construcción enorme y diabólica,
cobarde en
su impunidad y su soberbia, como la cabeza
colgada de
un inocente o de un culpable
por
reticencia o por olvido: nos hemos apropiado
de lo más
oscuro para construir justicia y bondad,
volviéndonos
enfermos de senil y desesperado fascismo:
nos hemos
relajado y mutilado, primitivos sin el valor
prehistórico
de la abundante invención mágica,
tan
primarios entonces como los siervos del capital
y de sus
ciencias gélidas, tan exactos como ellos,
ruines,
arrojados para siempre de la sabiduría que es duda.
Hemos sido
atrapados por una anomalía,
por una
degenerada interpretación del socialismo,
que asesinó
a los amigos como enemigos, obispal
negra, más
oscura y sin embargo aparentemente
lúcida,
envuelta por una picardía de ancestros,
mezcladora,
lúbrica, como todos los exterminios igualadores,
golpeando a
quines no golpean, inquiriendo
a quienes
callan, destrozando los talluelos de la reprimida dignidad.”
Hablas como
un reformista, hablas de la persuasión
de las
conciencias. No has mencionado la violencia, la rabia.
Tú
perteneces hoy a la benevolencia, y no distingues así
la
naturaleza de los procesos revolucionarios.
Es el odio
a l sangre, es un ánimo evangélico
que te
inspira. Tú niegas el presente.
Estamos por
igual heridos,
en el
corazón,
y un
absurdo duelo,
un trabajo
turbio nos inflama:
pequeñas
herejías bajan lejanas
y los
juglares más enloquecidos
provocan la
lenta metamorfosis de las lenguas,
los libros
sobre cristales vivos y peces lastimados,
los libros
de sombras florecidas,
libros
deshechos-
y los
múltiples nombre de la furia
se
multiplican buscando sus propias redes.
No te
quites la máscara, niño.
Golpea,
toca
las paredes
amarillas.
Ríos de
témperas que estallan,
cartografías
medievales,
llaves
luminosas de prados
ya
lampantes,
los buenos
sueños,
las ruidosas
trompetas
de la
fábricas,
los
tréboles de conquista arcaica,
la
fragancia de la carne que se amala
en las
cocinas
la joyante
carga
de los
últimos campesinos,
el rico
príncipe
besando los
velos blancos
de la
princesa de hielo.
golpea
aquella esclavitud
que a
nosotros nos hizo
moradores
insanos de las casas paternas-
y teníamos
dureza de las comuniones-
himnos
disipados caían de altos
cielorrasos,
negros –era la primavera
un amable
engaño, cuando errábamos
como
pueblos hacia el destierro
(Oh, aquel
amigo que se comparaba
a un
Garrick vulgar).
Pero no
tomes mis gestos:
mi fiebre
no es siquiera una respuesta.
Y sólo
tengo un llanto
que no
debes comprender
-que no
quiero que comprendas-.
No tengo
respuesta para ti.
No.
Sólo mi
raro júbilo por el error
que
cometemos juntos,
el inocente
error.
Sólo la
profunda sábana
que nos
cubre hace tiempo,
sólo
colores de masacre
exaltados
por el ensayo del Hombre.
Estos
hombros del Amorcillo, núbiles,
su cuerpo
que piensa, concertante, opreso.
Una gota de
sangre se mueve en las nubes
y demoradas
chimeneas apaisan los mármoles sombríos.
La ciudad
aparece rosada. Los jóvenes bailan.
El nudo
emblema del sacrificio está en las fosas
suburbanas
no visitadas por vileza-
debería
haber bajado con los amigos
de mi
padre, los sastres retirados y absortos
en el
veinte, padres a su vez de hijos
de rostros
larvados y áfricos. Debería
haber
bajado con los hijos hacia el mal
de nuestra
propia generación, el mal
no
diferente de otros males.
Y los
patios de agua son el desorden de la muerte,
pingajos de
pastores acuchillados,
cabezas
entre luces de bengala,
horribles
hormigas voladoras,
la mano del
hombre sobre el muchacho español,
las
águilas, en el pedestal del balila.
Ah, si
tuviéramos tu arrogancia, ángel.
Si los
quejidos no se oyeran ya,
y los
documentos hubieran muerto con ellos,
vanos
dialectos sobre la tabla común.
Si sólo
tuviéramos la inteligencia de la pasión,
heréticamente
turbia, como las rosas
que siguen
asomando al costado de los lager...
Si el miedo
hiciera humanos a quienes
creen gozar
la eternidad del poderío...
Pero las
catástrofes fueron inútiles,
las
victorias nos silenciaron,
obras
frescas avivaron la ilusión de los sirvientes:
gravemente
mediocre eres, Amor.
Tu pequeña
boca de niño viejo aguarda
profana los
milagros –y es tanta sazón
exterior,
tanto el íntimo desastre.
Oh ángel,
el llanto en las calles
no puede
ser ya llanto del intelecto,
sino llanto
de todo el cuerpo,
de toda la
historia revelada.