jueves, 30 de agosto de 2012

Roberto Raschella


El mar sube a la playa. Los restos espumados
del almuerzo estival se hunden en la arena.
La arena los penetra. Desaparecen. Rota
la memoria común, la conciencia del mal empieza
a extenderse, y es un sueño de agujas del mal empieza
a extenderse, y es un sueño de agujas clavadas,
de olores húmedos, de algas insistentes,
entre la exasperación solitaria y el coloquio
con el pasado, con el hombre autobiográfico,
pertinaz en el detalle y, por ello mismo,
despojado de epicidad para el mundo que acabó.
Tus hijos, amigo, tus hijos detrás de las dunas,
observan a los pintores de barbas melancólicas,
y sus ojos revelan la ventura del alma, lejos
toda escolar contención. “¿De quién es la mano?”,
se preguntan. “¿Adónde irá la línea?”, “Oh,
los caballos, cómo se mueven, están borrachos”,
“Son una mancha fantástica en la tarde”.

Recuerda el amuleto colgado de nuestros cuellos.
Recuerda, como yo recuerdo, sin sentirte
superior a tu madre, sin solazarte en el elogio
del Buen Sentido y en las preciosas conclusiones
de la Ciencia –o esa ciencia no es ya tan moderna,
y es más moderna la persistencia cabalística,
el credo en las propiedades estupendas
de ciertas materias infinitesimales y grandiosos.

“Recuerdo: cuando me quité el chato corazón
de terciopelo, el corazón violáceo y aguijado,
me sentí enfermo, desamorado. Pero tanto amor
había en la mano materna, tanta filantropía,
que su acto no podía ser la propia potencia.
No. Solamente cálculos de conquistas familiares,
burguesas, ávidas de una destreza suprema
que siempre se encomienda a los hijos.
Y nosotros nos desviamos, y nosotros buscamos
la expresión; nosotros, sus hermosos y vanos
traidores, sus ajenos eternos”.

Los jóvenes: si el poder vence, serán el dedo
de la plutocracia que apunta al hambre de los pueblos,
el servilismo más tejido, la protesta de los music-halls,
el ajedrez de las conferencias, el horror
de las mansiones múltiples en corazón a las colonias,
el divismo de la inteligencia. Serán los nuevos
patriarcas que en sus tribus susciten el culto
de la maquinaria como una sola circunstancia apretada
sobre sus pulsos y calibrada hasta la confesión
y después la agonía.

“No, no podrás entristecerme más todavía,
no podrás agregarme otra tristeza capaz
de apropiarse esta tristeza tangible del futuro...”








Delicadamente, es tarde; el mar parece
estar tan cerca de la mano, tan consumido
y sin respuesta. Los niños, cansados,
desde la altura, oscilantes, huyen hacia el pequeño bosque:

vuelven, despavoridos, se refugian, expiando el alejamioento:
la claridad los recibe los recibe, y en ella
vibran como animales gozosos.

“Nosotros fuimos iguales un día.
Deseábamos el portento de la razón,
el único y enorme método revelador, paternal.
La razón, que hilaba en el azar y en la causa,
y juntaba la pasión con el nuevo diluvio,
fundando eternamente”


Y la distancia y la ansiedad forman
un tiempo encabritado. La distancia
del pensamiento al acto, la ansiedad
que sufrimos reconociendo esta vasta
perversión de los símbolos. Luchan
la pasión y el escepticismo, la dureza
con la bondad. El miedo toca a la pasión,
y ruedan los dos asesinos, los dos asesino
que se lazan y se aman. Y sin embargo,
no todas las batallas tiene grandeza;
No todas las posesiones. No todos los lamentos.
No todas las catedrales. No todos los mitos.

Negaban la decepción, ello, decepcionantes.
Aseguraban que el hombre es múltiplo de sí mismo.
Hacían del milenio una obra regular,
casi divina e infalible. La estadística
se notaba en pías alucinaciones,
y los testimonios amasaban un lenguaje
de luces. El arte era un término fungible,
jamás una forma de vida. Hablábamos de moral
revolucionaria y resumíamos la historia positiva
de la humanidad, minada la conciencia estética
de las contradicciones y los vicio que el hombre
vive sin albedrío, flexionado, exhausto.
Fue necesario cometer entonces un acto
solitario y de suprema certeza. Nos retiramos. Viniste a mi lado y compartimos un ansia
que nos mantuvo casi intactos.

“No temas. Soy yo que me revelo ahora,
y también me juzgo. Fue la diáspora,
y volcamos en nosotros mismos el terror
de los místicos desfallecientes. Explotaba
lo puramente lírico y el pesimismo generaba
el candor de un infinito enumerar, los compromisos
con la miseria moral y el cinismo
más intolerante y pasivo...”






“...Mil novecientos sesenta. ¿Recuerdas también?
Aquella experiencia provisional, aquellas escritura
sin persona, aquella atonía del sentimiento.
Responsables, llenábamos nuestros vasos
con la indispensable honra del partido y de la clase.
No sabíamos cuánto cuesta la comprobación
de los errores, la catástrofe, la malicia que arrastra.
Y si el error debía abominarse, si otros
podían alcanzar el equilibrio que lo contemplara,
patética hubiera sido nuestra ilusión. En cambio,
vindicativa, despiadada fue la cultura de la obediencia,
porque sólo se repitieron los anatemas y los enemigos,
y con otras opciones se injertaron o racionalizaron
los encantamientos de un falso criterio de los concreto,
el terror del practicismo que prefiere la esclavitud
de la cifra y el finalismo a una libertad sinuosa.

Todavía creo: no hay movimiento alguno sin trascendencia:
desprecio esa construcción enorme y diabólica,
cobarde en su impunidad y su soberbia, como la cabeza
colgada de un inocente o de un culpable
por reticencia o por olvido: nos hemos apropiado
de lo más oscuro para construir justicia y bondad,
volviéndonos enfermos de senil y desesperado fascismo:
nos hemos relajado y mutilado, primitivos sin el valor
prehistórico de la abundante invención mágica,
tan primarios entonces como los siervos del capital
y de sus ciencias gélidas, tan exactos como ellos,
ruines, arrojados para siempre de la sabiduría que es duda.
Hemos sido atrapados por una anomalía,
por una degenerada interpretación del socialismo,
que asesinó a los amigos como enemigos, obispal
negra, más oscura y sin embargo aparentemente
lúcida, envuelta por una picardía de ancestros,
mezcladora, lúbrica, como todos los exterminios igualadores,
golpeando a quines no golpean, inquiriendo
a quienes callan, destrozando los talluelos de la reprimida dignidad.”
Hablas como un reformista, hablas de la persuasión
de las conciencias. No has mencionado la violencia, la rabia.
Tú perteneces hoy a la benevolencia, y no distingues así
la naturaleza de los procesos revolucionarios.
Es el odio a l sangre, es un ánimo evangélico
que te inspira. Tú niegas el presente.








Estamos por igual heridos,
en el corazón,
y un absurdo duelo,
un trabajo turbio nos inflama:

pequeñas herejías bajan lejanas
y los juglares más enloquecidos
provocan la lenta metamorfosis de las lenguas,
los libros sobre cristales vivos y peces lastimados,
los libros de sombras florecidas,
libros deshechos-

y los múltiples nombre de la furia
se multiplican buscando sus propias redes.

No te quites la máscara, niño.

Golpea, toca
las paredes amarillas.
Ríos de témperas que estallan,
cartografías medievales,
llaves luminosas de prados
ya lampantes,
los buenos sueños,
las ruidosas trompetas
de la fábricas,
los tréboles de conquista arcaica,
la fragancia de la carne que se amala
en las cocinas
la joyante carga
de los últimos campesinos,
el rico príncipe
besando los velos blancos
de la princesa de hielo.

golpea aquella esclavitud
que a nosotros nos hizo
moradores insanos de las casas paternas-
y teníamos dureza de las comuniones-
himnos disipados caían de altos
cielorrasos, negros –era la primavera
un amable engaño, cuando errábamos
como pueblos hacia el destierro
(Oh, aquel amigo que se comparaba
a un Garrick vulgar).

Pero no tomes mis gestos:
mi fiebre no es siquiera una respuesta.
Y sólo tengo un llanto
que no debes comprender
-que no quiero que comprendas-.
No tengo respuesta para ti.
No.
Sólo mi raro júbilo por el error
que cometemos juntos,
el inocente error.
Sólo la profunda sábana
que nos cubre hace tiempo,
sólo colores de masacre
exaltados por el ensayo del Hombre.
Estos hombros del Amorcillo, núbiles,
su cuerpo que piensa, concertante, opreso.

Una gota de sangre se mueve en las nubes
y demoradas chimeneas apaisan los mármoles sombríos.

La ciudad aparece rosada. Los jóvenes bailan.
El nudo emblema del sacrificio está en las fosas
suburbanas no visitadas por vileza-

debería haber bajado con los amigos
de mi padre, los sastres retirados y absortos
en el veinte, padres a su vez de hijos
de rostros larvados y áfricos. Debería
haber bajado con los hijos hacia el mal
de nuestra propia generación, el mal
no diferente de otros males.

Y los patios de agua son el desorden de la muerte,
pingajos de pastores acuchillados,
cabezas entre luces de bengala,
horribles hormigas voladoras,

la mano del hombre sobre el muchacho español,
las águilas, en el pedestal del balila.

Ah, si tuviéramos tu arrogancia, ángel.
Si los quejidos no se oyeran ya,
y los documentos hubieran muerto con ellos,
vanos dialectos sobre la tabla común.
Si sólo tuviéramos la inteligencia de la pasión,
heréticamente turbia, como las rosas
que siguen asomando al costado de los lager...
Si el miedo hiciera humanos a quienes
creen gozar la eternidad del poderío...

Pero las catástrofes fueron inútiles,
las victorias nos silenciaron,
obras frescas avivaron la ilusión de los sirvientes:

gravemente mediocre eres, Amor.

Tu pequeña boca de niño viejo aguarda
profana los milagros –y es tanta sazón
exterior, tanto el íntimo desastre.

Oh ángel, el llanto en las calles
no puede ser ya llanto del intelecto,
sino llanto de todo el cuerpo,
de toda la historia revelada.