MORIBUNDO:
antes que vengan a coser tus párpados,
antes que
el falso nudo se deshaga en el pañuelo
y que las
ondas desaparezcan del agua,
querés repetirte
con fuerza –como quien memoriza-
el nombre
del lugar en donde estuviste y del que te vas.
Pero ya no
lográs saber qué fue esa zona
que vos
creías tan imperial y populosa
como el
país de nada del que, aún viajando, siempre sos ciudadano.
Ante tus
ojos ya más de carne que de vidrio
tu única
migración se ha reducido a una palabras empobrecidas y a una pieza.
Ahora que
vienen a coser tus párpados
podés
correr a gusto por toda la tierra de tu memoria
pero no te
basta eso para determinar qué fue esa luz que te parecía sola e
infinita,
qué esas
estrellas, ese humo, esas dos manos tuyas,
qué ese
acordeón y esa madre.
Ahora te
parece posible encerrar a toda aquella variedad en un frasco;
ahora te
parece que podrías ver todos los mares,
todos los
árboles y las fiestas
a través de
un solo orificio del diámetro de un clavo
practicado
en tu tumba.
Pero igual
querés gritar una vez el nombre de la gota de la que empezás a caer,
por un
desafío parecido al que hincha las venas
del hombre
de nuez y de brazos desnudos,
de pie en
ese arrabal de esfera,
que
vocifera y vence a otros con palabras;
pero no
podés, no podés, moribundo.
Incluso
ahora que estés muerto, cuando vuelvas
a tu larga
costumbre de no ser nada,
en el
instante luego del último punto dado a tus párpados,
recordarás,
sí, cada uno de tus milenios idos
y tendrás
la exacta clarividencia de todo tu inagotable porvenir,
pero este
episodio ínfimo de luz del pasado se borrará.
Y no vas a
gritar el nombre de la pintada selva
que –última
lágrima o frutas inmensas- todavía pende de tus párpados,
ni te
erguirás para el rasguño inesperado al cielo,
en tanto
que lo que no sabés nombrar se arranca pausadamente de vos,
desprende
de toda tu piel un ala,
y ya no
temés que la mariposa está naciendo,
ya ni la
querés nombrar,
ya no
sabés, no sabés qué dejás, qué se te va, moribundo.
1981
MIRO
torvamente al cielo y te cubro
como un
mendigo sus fósforos y su botella,
tiempo
nuestro,
bosque
resplandeciente del que la luz parece ya no querer huir,
precisa
suma de las manos
que sin
cesar trasladan agua y fuego entre tus árboles,
de los
rostros que, entre tus paredes de casa infinita,
sueltan sin
tregua músicas y bruma
-todos al
fin y al cabo amables cántaros que sólo crecen fuera de la tierra,
que sólo
sobre la tierra dan pupilas-,
amada caja
de contables brillos y oscuridades,
jardín del
instante en donde hay viejos y niños y mujeres con las que hacer sal,
luz, luz
que rueda y que desnuda
o luz de
las lámpara más amiga de la voz,
tiempo
nuestro, solamente nuestro,
tus
costumbres son la únicas justas,
tus
ciudades los supremos cofres,
tus piedras
las más mudas y grises.
Jamás el
universo se hallará mejor que hoy
ni el sol
pesará tan dulcemente sobre la tierra
ni la
madera estuvo así a punto de hablar
ni duraron
tanto las mariposas.
Sólo tu
barro se habrá sabido negro,
sólo tus
árboles habrán oído pisadas.
Ningún
pájaro volará más ágilmente que esta lluvia
y ningún
muerto pensó más que esta sombra.
El débil
país de todas tus palabras,
que no
circunda de ningún rumor a la tierra,
hace como
los otros que encendían fósforos
contra el
silencio voraz y eterno,
pero se
ilumina sólo además con el viento.
Por vientos
y perfumes y animales desvelados
siempre
harán saber las noches más oscuras
que en su
sótano frutas penden de ramas,
pero sólo
de la tuya se habrá contado que bajó
ella misma
junto a quien se confundía y asustaba
a avisarle.
“¡Calma! ¡No somos los siglos esfumados!”
“¿Aquí
palpo los volúmenes de oro!”
. . . . . .
. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
. . . . .
Pero nadie
prepara tu defensa.
Tus vigías
mendigos miran más de un instante al cielo y se duermen;
y se
despiertan con la pereza de quien ha hablado con Alguien
que ya
marchó sobre la hierba que cubrirá tus ciudades,
que oyó
ruidos de insecto, tesoro que vas cayendo al pozo,
de cuando
ya no haya pirata que te desentierre.
1980
LAS NOCHES
DE LA CASA en donde la madre y el padre
jóvenes ajetrean, dan la comida y los cuentos, huelen a remotas, son del
pasado. Horas presentes en el pasado, ya al hacerse están disueltas en la
memoria de los hijos crecidos, viejos ya. Son más patentes que los recuerdos, y
los cuerpos pueden ir y venir en ellas, pero no tienen ni el clamor ni la
condición de cumbre del presente. Están abajo.
Como un compendio de todo lo que los
padres ya saben, la esencia contradictoria de la vida brilla entera en esos
lapsos de una cena y el acostarse. La felicidad más astral y veloz irrumpe cada
tanto en el cansancio dolorido de los cuerpos. En las lamas adultas conviven el
pozo siempre mal cegado de la renuncia y la fuerza de haber elegido y
construir. El padre de a ratos se encierra en otra pieza a librarse verdaderos
sollozos. Esos sollozos en esa pieza no están en el pasado. Vuelve y todavía siente
impulsos de quebrarse la cabeza contra el filo de la puerta. Eso no lo sabrán
jamás los chicos, no es de esas horas singulares, eso le viene al padre del
pasado banal, del grande en donde se le están callando voces. De esas noches
quedarán para los chicos la tibieza, la nostalgia, la fuerza.
ENTRA AL
CAFÉ iluminado y grande como el salón de fiestas de un barco. Encuentra a sus
amigos alrededor de una mesa demasiado estrecha, apiñados en desorden tal como
los fue reuniendo el azar de la noche del domingo. Apenas terminan los saludos,
se apodera de la palabra. Habla fuerte, refuta con facilidad y lanza datos,
argumentos y noticias de última hora con una vivacidad y una memoria
asombrosas. Poco a poco el resto se limita a escucharlo, a reír en voz alta de
sus bromas más mordaces. De pronto, el recién llegado se descubre una mancha
blanca de polvo en una rodillera del pantalón. No se limpia, pero no quiere que
nadie se la vea y la esconde hundiendo la pierna debajo de la mesa.
Esta mañana estuvo en el cementerio. Se
sentó en una tumba, arañó la tierra, se le mojaron de lágrimas las manos y se
pegó puñetazos en los muslos. Después, peinándose, empezó a caminar despacio
hacia la parada del colectivo.
Ahora, sentado en un local del centro
de una ciudad inmensa que dispersó sus cementerios por las lejanas periferias,
piensa que nadie en ese café de los vivos imaginaría que con él entro allí un
poco de tumba.
Cegado por el orgullo que al
adolescente da el dolor, cree que haber traído una siembra de muerte adonde los
elegantes clamorean o se acurrucan le da vejez y algo ya de la ciencia de los
ancianos y los moribundos. ¡Y ni siquiera advirtió aún cuántas de las suelas
que pisan cada día el centro de la ciudad luminosa tiene pegado pedregullo de
cementerio!
Usina de la
oscuridad, placita Almagro:
del alma de
tus árboles brotaba el fluído sombrío
y el brillo
negro de tu bebedero
repercutía
en los miles de resplandores de la ciudad desvanecida.
Con ayuda
de tu tierra, tu césped engendraba el espíritu verde del sueño
y no había
lámpara o palabra
que no se
encendiese al tironeo de tu gasa nocturna.
Proveías en
noche a la enorme ciudad,
y por tus
árboles y por tu tierra
la noche de
la ciudad olía a busque, a placita.
Los que
sabíamos el secreto íbamos a buscar oscuridad en vos:
cuidándonos
de no beberlas, hundíamos la cara y las manos en tus sombras,
y, con las
cejas goteando noche, te dejábamos para darnos al fuego y a la
amistad.
¡Placita
hoy malherida!
Un sol te
clavó todas sus armas de luz.
Te cercó
una mañana falsa agotando tus depósitos,
¡Te atacó
un sol, un sol desprendido del otro
a la altura
del mediodía, y que se quedó en el cielo hasta vencerte!
Ya no sirve
ni trabaja tu sombra;
pero tu
árboles y tu césped persisten ciegos en su respiración
y es, entre
los escombros, una tos muy débil,
un sonido
triste de vacíos instintos.
1977