Profeta de lo nimio
Tu
mente en una caja de fósforos húmedos
o
la canción de una radio a pilas
o
el silbido
sobre
todo en los sitios baldíos:
arbolito de algarrobas
casita de madera
latas vacías
y bosta de cabras
tus
predicciones son las lluvias y la llegada de los trenes en la lluvia
el
ciego indicio de las borracheras alerta alerta
había
sido no más cierto la Malincha se fue
lo
presagiaba un hilo de baba al atardecer
sus
bombachas flameando en la soga del patio
olor
a lavandina “El Paraíso” sal gruesa y un paquete de velas
y
el profeta sin poder dormir entre las sábanas húmedas
los
mariquitas del pueblo matándose de risa
viendo
jugar al mocoso
hablando
por teléfono de tarros de salsa hilo de volantín roto
tirúltimo
tirúltimo alto escuadrón cubro pecho y espalda.
Todo
lo que vemos cuando estamos dormidos es
el
sonido de la lluvia sobre el techo de cartón
mientras
que lo que vemos cuando estamos despiertos
es
una gallina blanca mojada.
El
profeta de lo nimio está a punto de dormirse
ronda
cerca de la casilla del ferrocarril
ocurre
que el tonto del pueblo, el Morra, ha ido al monte a buscar unas vacas
y
no vuelve y no volverá más y no volvió nunca
y
la locomotora ha salido a pitiarlo de cerca:
nubecitas
hervidas de vapor
el
chispero
maquinita
negra
como
siempre llueve y en los días de fiesta llueve
viendo
jugar al truco a la taba o al monte
él
se ha dormido
su
única profecía es una entrega en capítulos de sueños:
el
tema es la gallina blanca.
La media vuelta
Si
el olor del pelo del vendedor de la hierba
fuese
distinto del imán de la hierba
brotaría
sin cesar de su espalda esta agua blanca
como
si su hermana virgen
no
hubiese intentado sorberlo
la
cabeza inclinada sobre el santo sepulcro.
Porque
no quiero que confundas
la
historia de una mujer corriendo
cerca
o lejos como en un cuentos pero a la intemperie
con
la mujer que frente al mercado
sube
al ómnibus en un día extraño por la lluvia
llevando
una cabeza de vaca en el canasto.
Que
aunque parecía venida del infierno
-el
vestido inflado por el viento, los ojos desacostumbrados-
ella
puso de verdad el canasto sobre el piso
entre
los tacos como agujas
de
modo que la cabeza mostraba su lengua hacia fuera
dispuesta
a lamer una media de seda o el desierto.
Igual
que si hubiera prendido la radio
la
mujer se abandonó con la mercadería en la rodillas
como
para olvidar o resistir
o
atraer el sueño del vendedor
-que
no vende dulces sino somníferos-
quien
cayó sobre su hombro como en su propia escena
preguntando
desde antes de nacer por una habitación a oscuras
con
alguien para matar, tosiendo bajo las sábanas
muy
cerca de los gemidos y los pelos del cuerpo.
Ella
miró por la ventanilla (es cierto que miró)
con
los ojos llenos de sal
como
si el mundo no existiera
y
ambas (la cabeza muerta y la mujer)
eran
perfectas como la noche.
Yo
sé que la cabeza arderá en el espíritu de esta mujer
-dice
mi amiga-
porque
su negocio es la muerte y no el tamal
y
ella, a su vez, arderá en su propio fuego
cuando
su hombre la posea dormida
como
si fuese otra.
Los
días de lluvia son como dios
cuando
un ómnibus tiene roto el espejo retrovisor
y
no vacila en las bocacalles
donde
hay una mujer que borbotea en la tempestad.
Y
si el muchacho del techo no nos hubiese
avisado
que venía la creciente
nada
estaría aquí. O quizás las nubes.
Algo
sin límites ocurre en todas partes.
Porque
la hierba crece. Crece a orilla del camino.
El misterio entre los niños
Los
misterios del cuerpo: el sueño, el ser visible
y
el arroyo.
Cuerpo
de niño por abandono en el torrente
y
ceñido con mantas de pelo de cabra.
¿Con
quién hablabas en la noche?
Yo
no hablaba, yo buscaba
en
la bocanada.
(Si
pudiese preguntar preguntaría por qué los cuerpos
quedan
solos después de desnudarse
¿qué
tienen que recordar?)
Las
preguntas y las palabras me sacaron de mi habitación.
Sin
embargo no reclamo -¿están acaso los árboles en la noche?-
si
ni siquiera estoy de acuerdo con la vara con que se mide
en
este lugar vacío.
Podría
decir: no debería haberme dado tanto esta barca a mí
que
tengo los sentidos extraviados. O: yo tenía una pequeña
distancia
frente a todas las cosas, yo tenía infancia, pero recuperar tu ropa
y
encontrarnos nos llevará tiempo y todo es urgente y fuera del tiempo,
ya
que cambié esperanza por ilusión y en realidad
borraba
con la mano mientras caía.
Por
fin la noche enorme y con ecos como un suceso en un pueblito
y
las palabras lejos de las cosas que caen sobre la gente.
Estas
son tus nomeolvides: no existen. Estas son tus manos
tal
cual fueron creciendo al borde del abismo. Este es el misterio
de
nuevo entre los niño. Trata de recordar o permaneceré
escondido
hasta volverme invisible.
Media de nylon abandonada por un
hombre en plena calle
O quizás
era una ropa de víbora
En
la calle Bruchner, a la altura de las tinieblas, un hombre
se
inclinó hacia su costado izquierdo y al agacharse vio un
pared
con musgo y mudas de cigarra.
Por
eso entró jadeando al Bar atendido por las dos ancianas
y
cuando le sirvieron la ginebra miró hacia el lugar donde se
supone
debía estar su pasado y lo que vio fue una mosca de
mar,
que antes era la mujer del ahogado.
Entonces
gritó. Gritó en un idioma desconocido. (Quizás
era
el código de las migraciones).
Nadie
hizo nada -¿por qué habrían de hacer algo?- si todos
en
esos momentos estaban pensando
pública
impúdica
sensual
y
procazmente en la muerte
antes
de metamorfosearse.
Las
ancianas dueñas del Bar y de los cuadros colgados en las
paredes
y de la araña cantora que sale de atrás del cuadro,
no
recuerdan nada de este hecho, acostumbradas como están
al
trato con sus clientes, casi todos hombres, o sea ex mujeres.
Yo
lo recogí
para
que lo miremos y suframos un estremecimiento,
como
cuando alguien menta el fenómeno del tropismo en
los
cangrejos de mar y por un instante creemos que es a
nosotros
a quien llama.
Tinta roja sobre tinta negra
No veía,
sino
los sitios baldíos pugnando por entrar a la frase,
muy
cerca de los girasoles
y
esos animales desolados:
parajes sin paisaje
y
ella inclinada contra el viento,
la
cama deshecha, el campo.
(“La
realidad está muerta.
Lleva
un traje azul y un sombrero de 1943,
ni
escucha más el violín del ciego,
se
cruza con la gente sin saludar.”)
Ella
quería
interrumpir su soledad con una mano,
la
paciencia pendiente de una rama de moras.
Parecía
la vigilia asustada: aspecto equívoco, espectro.
El
olor de la muerte seguía saliendo de la radio,
amenazaba
apoderarse del mundo. Ya
el
tráfico de camiones pesados
formaba
parte de él. La multitud
aterrorizada.
Atención
deben
escuchar el martirio
y
sobre todo no dejar salir al gato.
(“Ojalá
hubiese tenido un hijo
para
darle con una fusta a la frase cómoda”.)
Los
perros, en la desesperación, husmean
hasta
volverse ciegos. La conciencia:
la
madre ronca de la murga.
Ella
no
tenía ningún lema.
Confiaba
en poder empezar con una imagen de la infancia
de
carros deshaciéndose bajo la luna,
pero
la parte oscura de la vida
se
acomodaba para pasar la noche,
haciendo
sonar las uñas debajo de las sábanas
o
quizás era un circo de artistas con hambre.
El
silencio es desigual
cuando
devolvemos a la sombra nuestra rama verde.
Un
espejo no procrea otro espejo
sino
que lo aniquila
alejándolo
del valle donde duerme la niña,
como
un escrito de tinta roja sobre tinta negra.
La
realidad es monstruosa:
tiende
a ser, de tarde, lo que se repite
por
los altoparlantes.
Veo
una casa con la lámpara apagada.
Se
acerca un joven pálido, travestido.
Es
Bécquer. Le toma de la mano.
La
mira a los ojos.