domingo, 26 de agosto de 2012

Mario Romero



      Profeta de lo nimio


Tu mente en una caja de fósforos húmedos
o la canción de una radio a pilas
o el silbido
sobre todo en los sitios baldíos:
                                             arbolito de algarrobas
                                             casita de madera
                                             latas vacías
                                             y bosta de cabras
tus predicciones son las lluvias y la llegada de los trenes en la lluvia
el ciego indicio de las borracheras alerta alerta
había sido no más cierto la Malincha se fue
lo presagiaba un hilo de baba al atardecer
sus bombachas flameando en la soga del patio
olor a lavandina “El Paraíso” sal gruesa y un paquete de velas
y el profeta sin poder dormir entre las sábanas húmedas
los mariquitas del pueblo matándose de risa
viendo jugar al mocoso
hablando por teléfono de tarros de salsa hilo de volantín roto
tirúltimo tirúltimo alto escuadrón cubro pecho y espalda.

Todo lo que vemos cuando estamos dormidos es
el sonido de la lluvia sobre el techo de cartón
mientras que lo que vemos cuando estamos despiertos
es una gallina blanca mojada.
El profeta de lo nimio está a punto de dormirse
ronda cerca de la casilla del ferrocarril
ocurre que el tonto del pueblo, el Morra, ha ido al monte a buscar unas vacas
y no vuelve y no volverá más y no volvió nunca
y la locomotora ha salido a pitiarlo de cerca:
                                               nubecitas hervidas de vapor
                                               el chispero
                                               maquinita negra
como siempre llueve y en los días de fiesta llueve
viendo jugar al truco a la taba o al monte
él se ha dormido
su única profecía es una entrega en capítulos de sueños:
                                               el tema es la gallina blanca.



        La media vuelta


Si el olor del pelo del vendedor de la hierba
fuese distinto del imán de la hierba
brotaría sin cesar de su espalda esta agua blanca
como si su hermana virgen
no hubiese intentado sorberlo
la cabeza inclinada sobre el santo sepulcro.

Porque no quiero que confundas
la historia de una mujer corriendo
cerca o lejos como en un cuentos pero a la intemperie
con la mujer que frente al mercado
sube al ómnibus en un día extraño por la lluvia
llevando una cabeza de vaca en el canasto.

Que aunque parecía venida del infierno
-el vestido inflado por el viento, los ojos desacostumbrados-
ella puso de verdad el canasto sobre el piso
entre los tacos como agujas
de modo que la cabeza mostraba su lengua hacia fuera
dispuesta a lamer una media de seda o el desierto.

Igual que si hubiera prendido la radio
la mujer se abandonó con la mercadería en la rodillas
como para olvidar o resistir
o atraer el sueño del vendedor
-que no vende dulces sino somníferos-
quien cayó sobre su hombro como en su propia escena
preguntando desde antes de nacer por una habitación a oscuras
con alguien para matar, tosiendo bajo las sábanas
muy cerca de los gemidos y los pelos del cuerpo.

Ella miró por la ventanilla (es cierto que miró)
con los ojos llenos de sal
como si el mundo no existiera
y ambas (la cabeza muerta y la mujer)
eran perfectas como la noche.

Yo sé que la cabeza arderá en el espíritu de esta mujer
-dice mi amiga-
porque su negocio es la muerte y no el tamal
y ella, a su vez, arderá en su propio fuego
cuando su hombre la posea dormida
como si fuese otra.

Los días de lluvia son como dios
cuando un ómnibus tiene roto el espejo retrovisor
y no vacila en las bocacalles
donde hay una mujer que borbotea en la tempestad.

Y si el muchacho del techo no nos hubiese
avisado que venía la creciente
nada estaría aquí. O quizás las nubes.

Algo sin límites ocurre en todas partes.
Porque la hierba crece. Crece a orilla del camino.





           El misterio entre los niños


Los misterios del cuerpo: el sueño, el ser visible
y el arroyo.

Cuerpo de niño por abandono en el torrente
y ceñido con mantas de pelo de cabra.

¿Con quién hablabas en la noche?
Yo no hablaba, yo buscaba
en la bocanada.

(Si pudiese preguntar preguntaría por qué los cuerpos
quedan solos después de desnudarse
¿qué tienen que recordar?)

Las preguntas y las palabras me sacaron de mi habitación.
Sin embargo no reclamo -¿están acaso los árboles en la noche?-
si ni siquiera estoy de acuerdo con la vara con que se mide
en este lugar vacío.

Podría decir: no debería haberme dado tanto esta barca a mí
que tengo los sentidos extraviados. O: yo tenía una pequeña
distancia frente a todas las cosas, yo tenía infancia, pero recuperar tu ropa
y encontrarnos nos llevará tiempo y todo es urgente y fuera del tiempo,
ya que cambié esperanza por ilusión y en realidad
borraba con la mano mientras caía.

Por fin la noche enorme y con ecos como un suceso en un pueblito
y las palabras lejos de las cosas que caen sobre la gente.

Estas son tus nomeolvides: no existen. Estas son tus manos
tal cual fueron creciendo al borde del abismo. Este es el misterio
de nuevo entre los niño. Trata de recordar o permaneceré
escondido hasta volverme invisible.








          Media de nylon abandonada por un hombre en plena calle


O quizás era una ropa de víbora

En la calle Bruchner, a la altura de las tinieblas, un hombre
se inclinó hacia su costado izquierdo y al agacharse vio un
pared con musgo y mudas de cigarra.
Por eso entró jadeando al Bar atendido por las dos ancianas
y cuando le sirvieron la ginebra miró hacia el lugar donde se
supone debía estar su pasado y lo que vio fue una mosca de
mar, que antes era la mujer del ahogado.
Entonces gritó. Gritó en un idioma desconocido. (Quizás
era el código de las migraciones).
Nadie hizo nada -¿por qué habrían de hacer algo?- si todos
en esos momentos estaban pensando
pública
impúdica
sensual
y procazmente en la muerte
antes de metamorfosearse.

Las ancianas dueñas del Bar y de los cuadros colgados en las
paredes y de la araña cantora que sale de atrás del cuadro,
no recuerdan nada de este hecho, acostumbradas como están
al trato con sus clientes, casi todos hombres, o sea ex mujeres.

Yo lo recogí
para que lo miremos y suframos un estremecimiento,
como cuando alguien menta el fenómeno del tropismo en
los cangrejos de mar y por un instante creemos que es a
nosotros a quien llama.



           Tinta roja sobre tinta negra


                            No veía,
sino los sitios baldíos pugnando por entrar a la frase,
muy cerca de los girasoles
y esos animales desolados:
                            parajes sin paisaje
y ella inclinada contra el viento,
la cama deshecha, el campo.

(“La realidad está muerta.
Lleva un traje azul y un sombrero de 1943,
ni escucha más el violín del ciego,
se cruza con la gente sin saludar.”)

                            Ella
quería interrumpir su soledad con una mano,
la paciencia pendiente de una rama de moras.
Parecía la vigilia asustada: aspecto equívoco, espectro.
El olor de la muerte seguía saliendo de la radio,
amenazaba apoderarse del mundo. Ya
el tráfico de camiones pesados
formaba parte de él. La multitud
aterrorizada.

                            Atención
deben escuchar el martirio
y sobre todo no dejar salir al gato.
(“Ojalá hubiese tenido un hijo
para darle con una fusta a la frase cómoda”.)
Los perros, en la desesperación, husmean
hasta volverse ciegos. La conciencia:
la madre ronca de la murga.

                            Ella
no tenía ningún lema.
Confiaba en poder empezar con una imagen de la infancia
de carros deshaciéndose bajo la luna,
pero la parte oscura de la vida
se acomodaba para pasar la noche,
haciendo sonar las uñas debajo de las sábanas
o quizás era un circo de artistas con hambre.

El silencio es desigual
cuando devolvemos a la sombra nuestra rama verde.
Un espejo no procrea otro espejo
sino que lo aniquila
alejándolo del valle donde duerme la niña,
como un escrito de tinta roja sobre tinta negra.
La realidad es monstruosa:
tiende a ser, de tarde, lo que se repite
por los altoparlantes.

Veo una casa con la lámpara apagada.
Se acerca un joven pálido, travestido.
Es Bécquer. Le toma de la mano.
La mira a los ojos.