Líneas de la mano
Líneas
de la mano, líneas de la vida,
puntos
cardinales extraviados en la piel,
les
ruego que no digan toda la verdad:
si
la vida será corta en extremo
afirmen
que la mirada miente
y
que una lectura más atenta
podría
revelar
cuánto
recorrerán los pies,
cuánto
rogarán los labios todavía.
El canto de las sirenas
Lo
que estaba abajo lo hemos llevado arriba,
lo
que yacía en sombras se oculta en resplandor,
En
invierno expulsamos el frío
y
en verano lo forzamos a entrar.
Tanto
amamos los cuartos que se abren
como
la llave que los clausura.
Vamos,
venimos, no callamos nunca.
¿Alguien
llama cuando estamos por partir?
Una
lágrima a punto de caer se cristaliza
y
en su interior renace el pabilo de la culpa.
Si
algún día el invierno cesara, oiríamos
claramente:
el canto de las sirenas
fue veneno en las islas; lo demás,
transformaciones, infracciones, oraciones.
Un paso, el mundo
No
hay más que dar un paso, para que atrás queden, como fantasmas vacíos,
escaleras,
geranios, botas de abrigo, el barco de los antepasados
colgado
de una biblioteca que ahora es cuarto de sueños.
Todo
despierto, todo quieto, todo armoniosamente suspendido
en
el instante justo en que cerramos la puerta hasta el fin del mundo.
Y
ya no hay artistas demasiado precisas como para asegurar
que
ahora es hoy, que ahora es mañana. ¿Quién sabe?, ¿quién lo sabe?.
Es
la misma pasión, pero demudada, libre, transparente, en la boca
inmemorial
de
una calle cualquiera.
Y
aunque un hambre abrasador nos empuje siempre más allá,
esos
objetos vuelven, nos retrotraen a una danza macabra
en
la que estamos solos,
no
adentro sino afuera de esas paredes, de esos cuartos, de es ciudad
desordenada
y hermosa como una feria.
Porque
nada se pierde: la memoria se aferra a lo que tiene a mano,
crecen
garras, se estiran lianas, y el mundo comienza a hablar
con
patas de gaviota. Lo nuevo, siempre lo nuevo,
y
un solo hilo común: yo, el uno mismo, el tronco común atravesado por
navajazos
de
los que sólo se recuerda la inscripción de amor: un cuadro, el ángulo
de
una pared, una silla, la teja por donde gotea una lluvia finísima,
intermitente,
el tiempo, en fin, ese irse, ese mudarse, ese partir.
Con esta mano
Con
esta mano, hecha de piel, de huesos, de repetidos naufragios, de
sospechas,
acaricié
a un niño, corté una flores, saludé, dije “adiós”.
Levanté
ciudades de hierro, de cal, de pétalos, de humo,
y
habité en ellas como se habita la sombra de una estrella:
con
hierro, con cal, con pétalos, con humo.
Me
cubrí del sol, de la lluvia, de los malos pensamientos, de la desidia,
e
inventé la mañana y, cada mañana, el sol.
Recogí
una piedra, le dije: “tú eres mi reino, mi altar, mi zafiro;
contigo
yo conversaré”.
Pulsé
la rama frágil de la belleza, que es verdad y sueño,
pero
que, unida ala amor, es más que verdad y sueño.
Crucé
un río, avancé, y estando colmado me sentí vacío,
y
estando vacío sentí la plenitud del vacío: la copa llena.
Hice
un pozo en la tierra: lo llené de imposibilidad.
Abrí
cajones cubiertos de polvo, arrastré una valija, palpé en la oscuridad
una
puerta que no estaba.
Dibujé
una nube, la llamé: Ley, Oriente, Montaña.
Toqué
un pez, toque una rosa: eran iguales y distintos, en los dos cabía un
alma.
Me
busqué en paraísos reales o soñados,
y
cuando al fin me encontré, era yo el viajero y era yo el término del viaje.
Disparé
un arma: la herida fue borrada por los años,
pero
hay una herida que no se borró y canta muy alto en la noche.
Acaricié
el lomo de un caballo, tapé el horizonte para que no hubiera más
distancia,
ni
tempestad, ni herida.
Y
nunca dejó de ser mano: una parte de mí, la más débil,
capaz
de esconder y de esconderse, de negar y de negarse;
la
que habla aunque yo esté dormido,
la
que nunca duerme y danza como Narciso.
Porque
sus huellas están aquí y allá: en la silla, en la mesa,
en
todas las puertas, en la hoja donde escribo, en la piel que acaricio,
en
la claridad, en la oscuridad.
Y
no hay agua que borre tantas huellas,
ni
noche, ni tempestad, ni herida.
-Oh
Dios, que haya un cielo para esta mano.
Hice
innumerables viajes,
ninguno
tan abrupto y largo, tan intenso,
como
el que inicié con ella
quemando
ramitas en el bosque.
Con
esta mano, lo único que tengo.
Ahab: penúltimo día de navegación
La
busqué debajo del volcán, y no estaba.
La
busqué en la música del café triste
y
se perdía entre las últimas estrellas.
Pregunté
por ella al final de la noche
y
siempre estaba más allá,
a
la sombra del océano rojo.
Ahora
la encuentro lejos de la orilla,
flotando
en el horizonte como esos cuerpos
que
el mar devuelve en día,
repitiéndome
en cada de ola:
“aquí siempre me encontrarás,
aquí
siempre me encontrarás,
hilando la luz fina del día cambiante,
siempre
a la altura de tus ojos”.