Recuerdos del doctor Watson
a José C. Chiaramonte
Vimos
con Holmes la lluvia desde el carruaje
en
la hermosa avenida Brixton, yendo hacia Andley´s Court.
“Esta
tarde en el Concert Hall oiremos cantar a Norman Neruda”
Ráfagas
mudas de agua lenta golpeaban contra los vidrios, férrea
realidad
nos rodeaba y nos movíamos en ella, nítidos. Puedo
si
quiero, evocar el preciso rumor de la ruedas sobre las piedras mojadas
y
el resoplar de los caballos atravesando la ciudad familias.
Ladrillos
rojos chorreando agua, hombres borrosos en la lluvia:
la
luz de gas manchaba la oscuridad matinal. Siento otra vez, con noble
fruición,
el peso cálido y el vaho de nuestros abrigos,
la
mirada de un muerto en honda persecución
golpeando
contra el revés de mi mente. Hombres del porvenir, plagados
de
irrealidad, para ustedes nunca este collar
de
sólidos minutos, este edificio de horas de piedra. La niebla
carcomerá
las paredes de Londres y el corazón de nuestra descendencia
yacerá
débil o muerto, ciego humo amarillo. Honda
es
nuestra pobre vida en comparación y benditos
nuestro
violín, nuestra fiebre de Afganistán, nuestra deliberada morfina.
En la pared de los federados
Hacia
el fin de mayo cantan tranquilas las mañanas.
En
el extremo de la isla de paz vemos que dos ancianos
que
ya no miran ni las tumbas ni el aire
diseminan
el ruido de sus pasos a los costados del camino
en
declive, cuerpos en los que todo se secó,
desiertos
donde levanta,
de
vez en cuando, frágil, sus espejismos la memoria.
Ya
no se escuchan, ni el dolor ni el sabor
de
la pólvora ni de la sangre.
Estamos
más que muertos que vivos.
a
la caída siguió un silencio de aceite
que
se expande sobre el agua de las horas.
Ahora
nos ponemos a fumar. Bajamos más viejos,
más
callados, pasamos junto a la tumba blanca del poeta,
junto
a la tumba negra del dirigente profanado,
recibimos
el golpe de sonido de la ciudad en la cara
sin
lágrimas
porque
nada, porque nada
-ni
pájaro, ni rama, ni río, ni tormenta, ni flor-
tendrá
una voz para cantar
si
no viene de la pared manchada de sangre
que
se levante todavía del toro lado de esas tumbas.
El fin de Higinio Gómez
Entró
en el hotel al anochecer.
En
el mes de octubre,
y
a esa hora, en la glorieta del bulevar, entre el hotel
y
la estación, va la luz de neón de los letreros
luminosos
a horadar, complejamente, de un modo suave, las glicinas.
Entró
sin mirar atrás
bajo el cartel azul,
llevando
un portafolios en la mano derecha
y
dos tubos de pastillas en el bolsillo.
Al
otro día, lo de siempre: la mujer de la limpieza
llamó
a eso de las cuatro, para arreglarle la cama
antes
de retirarse, y como nadie
contestaba
volvió
con el gerente y un chico medio tonto
que
estaba para comprarle cigarrillo a los clientes y cosas así
y
cuando abrieron la puerta lo encontraron:
todo
vestido,
estirado
en la cama, con los zapatos incluso, y los tubos vacíos
de
barbitúricos sobre una mesa insignificante adosada a la pared.
El
portafolios no tenía nada adentro, estaba tambie´n
vacío.
Después la autopsia reveló que la muerte
se
había producido alrededor de las nueve,
es
decir casi enseguida después que entró,
de
modo que al atravesar el umbral, bajo la luz azul
del
letrero, al pagar por anticipado la habitación
que
alquilaba, según él, por una noche, al entrar
al
hotel, dejando atrás, del otro lado de la calle,
y
un poco más acá de la estación, las glicinas,
ya
sabía que entraría, cerrando la puerta con doble llave,
y
que sirviéndose un vaso de agua
se
tragaría los dos tubos de pastillas.
Tal
vez se apresuró por miedo a arrepentirse,
porque
a los veintitantos años, e incluso a los diecisiete,
antes
de irse a Europa, cuando fundó en la ciudad la revista El Río,
había
sido un hombre apasionado. Pasó varios años
entre
Londres y París
y
a la vuelta se instaló en Buenos aires, como periodista.
Descendía
de una familia tradicional, venida a menos;
pasó
su infancia en una casa del sur
entre
retratos del Brigadier, mates y rastras de plata,
con
una glicina y un aljibe en medio del patio
sobre
el que se abrían hileras de habitaciones.
Después
supimos que antes de entrar al hotel había echado una carta
para
Washington Noriega, que había sido para él una especia de mito,
una
especie de maestro o de gurú en su
juventud,
pero
que le había, finalmente, retirado el saludo.
entre
otras cosas parece que decía en la carta
que
a su edad no alcanzaba a distinguir
entre
lo que los otros llamaban la razón y sus contrarios
y
que, sobre todo, no tomara la carta como una agresión.
Mis
pobres tardes, decía, Washington mis pobres tardes llegan a su fin.
Abandónese
si puede alguna vez, usted que es un viejo, a la piedad. Abandónese.
Sepa
que yo no pido nada para mí
porque
cuando usted reciba esta carta ya estaré muerto.
Eso
había sido antes de entrar en el hotel, al anochecer,
antes
del cuerpo todo vestido estirado sobre la cama,
antes
de que los dedos del gerente, con gentileza profesional y un cierto
temblor,
comprobaran que el pulso de su cliente ya no latía.
El
entierro fue penosos porque no hubo casi nadie a quien avisar. Me enteré
por
casualidad, porque mandaron al diario el parte policial
y
algo me dijo en el corazón que no se trataba de un simple homónimo.
Por
suerte la familia poseía a perpetuidad un panteón
y
después de trámites trabajosos, de la autopsia humillante,
le
costeamos un entierro de tercera, yo y los mellizos Garay,
Adelina
Flores, su vieja amiga, y Horacio Barco, que lo detestaba.
No
hay lugar
no hay lugar en este
mundo para la piedad,
dijo
la voz de Washington Noriega en la mañana melodiosa.
Nos
esperaba en la puerta del cementerio, fumando un Colmena.
Yo
había prescindido de llamarlo
para
ahorrarle la humillación
de
ser eximido de pagar una parte de los gastos
y
por miedo a que la furia
sin
redención del maestro despechado contra su discípulo
fuese
una última cachetada en la mejilla dura del muerto.
Y
no hay lugar,
no
hay lugar en este mundo para la piedad,
dijo
su voz en la mañana melodiosa. He aquí un hombre
muerto
al que yo odiaba, desde hace años.
Y
no hay en todo mi cuerpo
ni
esto, ni esto solo (y se apretó con la uña del pulgar
la
yema del índice) de piedad. Habló dos o tres minutos, con un cierto
malhumor.
A sus costados, los mellizos, idénticos, vestidos
de
blanco, los dos con las manos cruzadas a la altura del pene,
tenían
la cabeza elevada, en dirección contraria, como dos
cariátides,
oliendo el aire como si esperaran la llegada
de
una nave celeste, o de un ángel.
Déme
uno de sus cigarrillos, Tomatls me dijo Washington cuando terminó.
Nos
separamos en la puerta del cementerio.
Almorzamos
juntos con Barco
y
jugamos toda la tarde al billar.
Esa
noche, después, me acuerdo,
(ya
ni sé dónde íbamos) corrimos dos cuadras
bajo
la lluvia y entramos, todos mojados, a un café.
Abandónese,
usted que es un viejo, a la piedad.
Abandónese.
Abandónese
aunque más no sea por un momento.
Había escrito poemas largos,
narrativos,
y una parva de aforismos. Y, como traductor, dejó
montones
de esbozos, de ejercicios, de fragmentos, todo escrito a lápiz,
de
libros que otros más eficaces que él traducían en quince días
y
mandaban rápidamente a la imprenta. Y después: las drogas,
desviaciones
sexuales
masoquismo
consistente en desdeñar a talentos perfectamente reconocidos
que
duplicaban una novela por año, pasaban su tiempo entre Cuba y París
y
firmaban declaraciones
en
las revistas literarias y políticas del mundo entero.
No
le mandó unas líneas ni siquiera a Adelina. Pidió
una
semana de franco en la redacción, viajó toda la noche en El Rápido,
y,
según se dedujo después, anduvo el día entero recorriendo la ciudad,
almorzó
en el restaurante El Tropezón, frente a la Jefatura,
y
paseó durante toda la tarde por la costanera y el puente colgante.
Debió
haber tenido mucho sueño para tomarse los dos frascos de pastillas
si
se tiene en cuenta que había viajado toda una noche
para
venir llegar a una ciudad desolada
en
la que a pesar de haber vivido años, prácticamente
no
conocía a nadie. Ninguna cara familiar,
únicamente
los rostros ya sin hálito que nos rodea, pálidos,
las
caras ya muertas que no despiertan ninguna admiración,
el
cese del amor a favor de la realidad. Fachadas,
cuerpos,
olores sin ninguna memoria, ni del pasado ni del porvenir,
el
gran desierto de las ciudades abriéndose para un abrazo de muerte,
como
un órgano pétreo, planetario, sin agua, abandonado.
Abandónese.
Y yo no espero nada para mí,
porque cuando
usted
reciba esta carta ya estaré muerto.
Heme
aquí ahora,
años
después, recordándolo, tan muerto para él
como
él estuvo muerto
para
los dedos blancos del gerente que aprisionaron su muñeca.
Él,
que nos enterró cuando dejaba atrás la glicina
y
pagaba la habitación simulando pernoctar
para
seguir después hacia el norte,
muerto
con los paraísos de este otro octubre,
más
exteriores que el cielo estrellado,
agonizante
desde que él tomó el ómnibus para viajar toda la noche,
desde
que entró en el hotel al anochecer,
el
hombre que llevaba dentro de sí
un
patio con un aljibe y recuerdos europeos,
muertos
cuando la puerta se abrió
y
el idiota del hotel
que
espiaba a las clientas por las claraboyas y se masturbaba en el baños del
fondo.
vio
tendido sobre la cama al hombre todo vestido,
con
las manos abiertas y los zapatos lustrados.
Así
vamos sembrándonos unos astros
nuestra
noche
solidaria.
Michel
¿De
dónde puede venir
esa
mirada oblicua, altanera,
en
alguien que es proclive
al
rubor instantáneo y, en la conversación,
a
la modestia y hasta a al autoaniquilación?
Delgado,
con su bigote y su barbita rala en el mentón,
cultivando,
infructuosos, una imposible femineidad,
soportará
sin duda, treinta años más tarde,
con
dificultad la vejez. Una sierra sin fin
le
llevó, a los quince años, dos dedos: de lo que se jacta.
Alamos
Parecen
familiares del cielo y brillan, delicados y lentos,
sin
mostrarse, para el que los contempla, ni amigos ni enemigos.
Se
inclinan blandos y victoriosos a todos los vientos
y
son, en la tarde abierta, más testimonio o prueba que testigos.