domingo, 26 de agosto de 2012

Juan José Saer



        Recuerdos del doctor Watson
              a José C. Chiaramonte


Vimos con Holmes la lluvia desde el carruaje
en la hermosa avenida Brixton, yendo hacia Andley´s Court.
“Esta tarde en el Concert Hall oiremos cantar a Norman Neruda”
Ráfagas mudas de agua lenta golpeaban contra los vidrios, férrea
realidad nos rodeaba y nos movíamos en ella, nítidos. Puedo
si quiero, evocar el preciso rumor de la ruedas sobre las piedras mojadas
y el resoplar de los caballos atravesando la ciudad familias.
Ladrillos rojos chorreando agua, hombres borrosos en la lluvia:
la luz de gas manchaba la oscuridad matinal. Siento otra vez, con noble
fruición, el peso cálido y el vaho de nuestros abrigos,
la mirada de un muerto en honda persecución
golpeando contra el revés de mi mente. Hombres del porvenir, plagados
de irrealidad, para ustedes nunca este collar
de sólidos minutos, este edificio de horas de piedra. La niebla
carcomerá las paredes de Londres y el corazón de nuestra descendencia
yacerá débil o muerto, ciego humo amarillo. Honda
es nuestra pobre vida en comparación y benditos
nuestro violín, nuestra fiebre de Afganistán, nuestra deliberada morfina.



       En la pared de los federados


Hacia el fin de mayo cantan tranquilas las mañanas.
En el extremo de la isla de paz vemos que dos ancianos
que ya no miran ni las tumbas ni el aire
diseminan el ruido de sus pasos a los costados del camino
en declive, cuerpos en los que todo se secó,
desiertos donde levanta,
de vez en cuando, frágil, sus espejismos la memoria.
Ya no se escuchan, ni el dolor ni el sabor
de la pólvora ni de la sangre.
Estamos más que muertos que vivos.
a la caída siguió un silencio de aceite
que se expande sobre el agua de las horas.
Ahora nos ponemos a fumar. Bajamos más viejos,
más callados, pasamos junto a la tumba blanca del poeta,
junto a la tumba negra del dirigente profanado,
recibimos el golpe de sonido de la ciudad en la cara
sin lágrimas
porque nada, porque nada
-ni pájaro, ni rama, ni río, ni tormenta, ni flor-
tendrá una voz para cantar
si no viene de la pared manchada de sangre
que se levante todavía del toro lado de esas tumbas.



         El fin de Higinio Gómez


Entró en el hotel al anochecer.
                                               En el mes de octubre,
y a esa hora, en la glorieta del bulevar, entre el hotel
y la estación, va la luz de neón de los letreros
luminosos a horadar, complejamente, de un modo suave, las glicinas.
Entró sin mirar atrás
                               bajo el cartel azul,
llevando un portafolios en la mano derecha
y dos tubos de pastillas en el bolsillo.
Al otro día, lo de siempre: la mujer de la limpieza
llamó a eso de las cuatro, para arreglarle la cama
antes de retirarse, y como nadie
                                               contestaba
volvió con el gerente y un chico medio tonto
que estaba para comprarle cigarrillo a los clientes y cosas así
y cuando abrieron la puerta lo encontraron:
                                                                  todo vestido,
estirado en la cama, con los zapatos incluso, y los tubos vacíos
de barbitúricos sobre una mesa insignificante adosada a la pared.
El portafolios no tenía nada adentro, estaba tambie´n
vacío. Después la autopsia reveló que la muerte
se había producido alrededor de las nueve,
es decir casi enseguida después que entró,
de modo que al atravesar el umbral, bajo la luz azul
del letrero, al pagar por anticipado la habitación
que alquilaba, según él, por una noche, al entrar
al hotel, dejando atrás, del otro lado de la calle,
y un poco más acá de la estación, las glicinas,
ya sabía que entraría, cerrando la puerta con doble llave,
y que sirviéndose un vaso de agua
se tragaría los dos tubos de pastillas.
Tal vez se apresuró por miedo a arrepentirse,
porque a los veintitantos años, e incluso a los diecisiete,
antes de irse a Europa, cuando fundó en la ciudad la revista El Río,
había sido un hombre apasionado. Pasó varios años
entre Londres y París
y a la vuelta se instaló en Buenos aires, como periodista.
Descendía de una familia tradicional, venida a menos;
pasó su infancia en una casa del sur
entre retratos del Brigadier, mates y rastras de plata,
con una glicina y un aljibe en medio del patio
sobre el que se abrían hileras de habitaciones.
Después supimos que antes de entrar al hotel había echado una carta
para Washington Noriega, que había sido para él una especia de mito,
una especie de maestro o de gurú  en su juventud,
pero que le había, finalmente, retirado el saludo.
entre otras cosas parece que decía en la carta
que a su edad no alcanzaba a distinguir
entre lo que los otros llamaban la razón y sus contrarios
y que, sobre todo, no tomara la carta como una agresión.
Mis pobres tardes, decía, Washington mis pobres tardes llegan a su fin.
Abandónese si puede alguna vez, usted que es un viejo, a la piedad. Abandónese.
Sepa que yo no pido nada para mí
porque cuando usted reciba esta carta ya estaré muerto.
Eso había sido antes de entrar en el hotel, al anochecer,
antes del cuerpo todo vestido estirado sobre la cama,
antes de que los dedos del gerente, con gentileza profesional y un cierto
temblor, comprobaran que el pulso de su cliente ya no latía.
El entierro fue penosos porque no hubo casi nadie a quien avisar. Me enteré
por casualidad, porque mandaron al diario el parte policial
y algo me dijo en el corazón que no se trataba de un simple homónimo.
Por suerte la familia poseía a perpetuidad un panteón
y después de trámites trabajosos, de la autopsia humillante,
le costeamos un entierro de tercera, yo y los mellizos Garay,
Adelina Flores, su vieja amiga, y Horacio Barco, que lo detestaba.
No hay lugar
                      no hay lugar en este mundo para la piedad,
dijo la voz de Washington Noriega en la mañana melodiosa.
Nos esperaba en la puerta del cementerio, fumando un Colmena.
Yo había prescindido de llamarlo
                                               para ahorrarle la humillación
de ser eximido de pagar una parte de los gastos
                                               y por miedo a que la furia
sin redención del maestro despechado contra su discípulo
fuese una última cachetada en la mejilla dura del muerto.
                                                                  Y no hay lugar,
no hay lugar en este mundo para la piedad,
dijo su voz en la mañana melodiosa. He aquí un hombre
muerto al que yo odiaba, desde hace años.
                                                                  Y no hay en todo mi cuerpo
ni esto, ni esto solo (y se apretó con la uña del pulgar
la yema del índice) de piedad. Habló dos o tres minutos, con un cierto
malhumor. A sus costados, los mellizos, idénticos, vestidos
de blanco, los dos con las manos cruzadas a la altura del pene,
tenían la cabeza elevada, en dirección contraria, como dos
cariátides, oliendo el aire como si esperaran la llegada
de una nave celeste, o de un ángel.
Déme uno de sus cigarrillos, Tomatls me dijo Washington cuando terminó.
Nos separamos en la puerta del cementerio.
                                                        Almorzamos juntos con Barco
y jugamos toda la tarde al billar.
                                               Esa noche, después, me acuerdo,
(ya ni sé dónde íbamos) corrimos dos cuadras
bajo la lluvia y entramos, todos mojados, a un café.
Abandónese, usted que es un viejo, a la piedad.
                                                                    Abandónese.
Abandónese aunque más no sea por un momento.
                                                        Había escrito poemas largos,
narrativos, y una parva de aforismos. Y, como traductor, dejó
montones de esbozos, de ejercicios, de fragmentos, todo escrito a lápiz,
de libros que otros más eficaces que él traducían en quince días
y mandaban rápidamente a la imprenta. Y después: las drogas,
                                                                  desviaciones sexuales
masoquismo consistente en desdeñar a talentos perfectamente reconocidos
que duplicaban una novela por año, pasaban su tiempo entre Cuba y París
y firmaban declaraciones
en las revistas literarias y políticas del mundo entero.
No le mandó unas líneas ni siquiera a Adelina. Pidió
una semana de franco en la redacción, viajó toda la noche en El Rápido,
y, según se dedujo después, anduvo el día entero recorriendo la ciudad,
almorzó en el restaurante El Tropezón, frente a la Jefatura,
y paseó durante toda la tarde por la costanera y el puente colgante.
Debió haber tenido mucho sueño para tomarse los dos frascos de pastillas
si se tiene en cuenta que había viajado toda una noche
para venir llegar a una ciudad desolada
en la que a pesar de haber vivido años, prácticamente
no conocía a nadie. Ninguna cara familiar,
únicamente los rostros ya sin hálito que nos rodea, pálidos,
las caras ya muertas que no despiertan ninguna admiración,
el cese del amor a favor de la realidad. Fachadas,
cuerpos, olores sin ninguna memoria, ni del pasado ni del porvenir,
el gran desierto de las ciudades abriéndose para un abrazo de muerte,
como un órgano pétreo, planetario, sin agua, abandonado.
Abandónese.
                   Y yo no espero nada para mí, porque cuando
usted reciba esta carta ya estaré muerto.
                                                        Heme aquí ahora,
años después, recordándolo, tan muerto para él
como él estuvo muerto
para los dedos blancos del gerente que aprisionaron su muñeca.
Él, que nos enterró cuando dejaba atrás la glicina
y pagaba la habitación simulando pernoctar
para seguir después hacia el norte,
muerto con los paraísos de este otro octubre,
más exteriores que el cielo estrellado,
agonizante desde que él tomó el ómnibus para viajar toda la noche,
desde que entró en el hotel al anochecer,
el hombre que llevaba dentro de sí
un patio con un aljibe y recuerdos europeos,
muertos cuando la puerta se abrió
                                               y el idiota del hotel
que espiaba a las clientas por las claraboyas y se masturbaba en el baños del fondo.
vio tendido sobre la cama al hombre todo vestido,
con las manos abiertas y los zapatos lustrados.

Así vamos sembrándonos unos astros
nuestra noche
                   solidaria.



        Michel



¿De dónde puede venir
esa mirada oblicua, altanera,
en alguien que es proclive
al rubor instantáneo y, en la conversación,
a la modestia y hasta a al autoaniquilación?
Delgado, con su bigote y su barbita rala en el mentón,
cultivando, infructuosos, una imposible femineidad,
soportará sin duda, treinta años más tarde,
con dificultad la vejez. Una sierra sin fin
le llevó, a los quince años, dos dedos: de lo que se jacta.



        Alamos


Parecen familiares del cielo y brillan, delicados y lentos,
sin mostrarse, para el que los contempla, ni amigos ni enemigos.
Se inclinan blandos y victoriosos a todos los vientos
y son, en la tarde abierta, más testimonio o prueba que testigos.