jueves, 30 de agosto de 2012

Susana Szwarc



        Traicionar-lo


De aquel tierno esqueleto
aún conservo el sombrero
en el centro de la sábana

Ahí derraman vino

No hubo traición
digo
con el sombrero chorreando en mi espalda

Y trepo a la tumba
como al vientre del árbol
haciendo muecas

Cada palada de tierra
convoca nuestra risa
es decir mi risa y la del muerto

Siempre guardo algún terrón de azúcar
en la boca
para repartirlo en días de diluvio



    En el aire


arrima
su zona sin vellos todavía
contra el aljibe
¡ah! ese sol en movimiento
 sobre el agua
brilla
en la sombra inclinada
de la niña flaca
que arrima
su zona de apenas vellos
contra la hamaca
¡ah! ese mecerse
sobre los pastos
y de sol
su espalda
hasta el pupitre
¡ah! el almidonado delantal y
por la ventana mira
distraída en la voz
de los loritos verdes
que la retornan



      Patios


había
tocado al luna
dentro del mosquitero
(padre también)
Porque tuve demasiada sed
él fue hasta el aljibe
La música el agua
                            -nos despertó
y estaba en el balde
                            -nos ocultamos
detrás de las sábanas
hondamente y
blancas
                            -zigzagueaban en los alambres
                            nuestra piernas



      Horas


Esa niña flaca, decimal con su flor
roja al ladito del borde: mira claramente al que
levanta la pala
un pie va a hundirse –con la pala- en el montón de barro.
Es la hora del entierro y la flor
por arte
de magia será libro.
La niña  -que no sabe-
lee “sobre el dolor inmensurable
los nietos no nacidos”.

Nos distraemos por el sonido de un saxo
que comienza a trepar –metálico-
hacia atrás y salen más niñitas de los ranchos.
Es la hora del pedido:
ejendú ché, omé é ché un pedacito de pan
-golpean, esos niños, sin padres
-otra vez, piden pan
-¿no les dan?

Ordenemos la historia ¿Evita había muerte?
¿Perón ha caído? ¿Su estatua destruída en
la placita Sarmiento? ¿Yo tenía el sarampión?
¿Cantaba Ramona Galarza? ¿Tu perro aquella
noche era un lobizón? ¡Oh!, sí tal vez tu perro
aquella noche, era. Lame la sal del cuerpo y
las tan estrellas caen, por mí.
El lobizón desvanece de cercanía. Apenas
alcanzamos los breteles. Maldito gallo, que se
calle. Y que nadie sepa nunca.
Otra hora: tu siesta, los mosquiteros hacen
marcas hexagonales sobre mi morena
piel más vieja que el sulki
verás la polvareda y en ella el surco
¿dónde aún me harás caer?
(la longitud del muro hace a la partida de los perros)
Recordemos: la niñita –la de la flor roja-
detenida como en un recital infinito y el saxo:
único movimiento acompañado por el taburete
donde una madre oye
-‘quién no ha leído Nietzsche a los 17 años?
dirá él, ágil sus dedos arman cigarrillos
sus ojos alucinan patios y potras.
Dirá, es la hora de jugar: será Yocasta
y juegan al día más perfecto de la historia.
Guardan azúcares aceites en el jarrón de lo indecible
juegan a encontrar los fierros del jarrón y a sacar al muerto
de su torpeza: su obstinación de muerto.
Arrancan flores hasta la niña decimal
jadean:
ningún patio es completo
ni siquiera el de la madre.

Recordemos:  al saxo, las horas,
la niña que dice es la hora
y vuelve a leer.


     Cerrado


Alcanzan las manos ese género
 y lo vemos –nosotras-
rodar (sentadas sobre el mostrador
las piernitas flacas golpean
su madera y creemos que habrá
siempre así) hasta que se detiene.

Tienda y tela llenas de flores.

Disfruta de su espesor
y mide.

Con la memoria
cubre
de vestido
otro cuerpo.

Alcanza para ello.

Se ve
porque tranca la puerta.