domingo, 26 de agosto de 2012

Alfonso Sola González




  Cantos para Dafne florecida

 


Conoce ¡Oh Dafne! al fin, este amor sin reposo
esta raíz ardiendo donde nacen las verdes espesuras conmovidas.
No te apiaden sus ojos de adolescente ciego riendo en la llanura,
ni bajo la venerable luz de las encimas sin memoria
tiemble tu voz por sus débiles manos de niño dulce y desdichado.
Conócelo en su noche; en las lentas poblaciones del sueño cruzadas por arcángeles
         sin gracia,
por fatigados animales fríos o tenaces ráfagas de sed.
¡Ah! Es el enamorado de sí mismo
quemándose entre maravillosas espadas
por querer ser ceniza, algo que se termina.
Es el amor sediento entre un sueño de fuentes verdes en el estío
junto a la paz de un rey de lentísima piedra
que en otros tiempos, ya, vigilaba el destino del ciprés.

Es ese llanto seco que no alumbra los ojos del amante marchito
ni convoca las joyas ilustres de sus lágrimas;
es el grito sin eco donde descansar luego
y es también la soledad de llanuras quemadas sin reposo;
esa triste hermosura de los imperios castigados
con invasiones ardientes y leopardos de oro y lluvias de ceniza.

Búscalo detenido junto a los mediodías fugases de las rosas.
Es también el amor, el nuevo amor, el pausado enemigo
que en los últimos días cuando aún sonreíamos
anunciaba en verdores el floreciente llanto.
¡Oh las violetas de entonces y los besos que oscurecían tus débiles rodillas
en nuestra soledad inmemorial y triste de ya ausentes!
¡Y la callada y victoriosa hiedra
creciendo cono nosotros hacia donde ya nada y nadie esperarían!

¡Ah! Pero tú aún sonríes y amas la graciosa retama
y te cubres de hojas brillantes y de suaves amores.
A veces un sonido lejano de oro muerto, temblando entre las frondas,
te lleva hasta otro sueño de vírgenes orillas y de tallos recientes.
Y ves correr mis lágrimas de doncel que se muere
con un laúd de frío en las manos mojadas.
Pronto despiertas, Dafne, en tu orilla impasible
mientras los adolescentes se queman, enlazados,
en el esbelto fuego de sus hermosos brazos moribundos.

¡Ah, Dafne, Dafne! No conoces el duro vendaval,
el terrible e inmóvil rumor de la mano en el pelo áspero y tibio
         en la media noche;
ese pálido viento de las madrugadas  atroces y celestes!
Tú no conoces las oscuras memorias donde el grito no suena,
donde el sollozo no tiene pecho donde estar,
ni el amor labios donde morir amor
o felicidad, su enemiga, su amante...
Tú no conoces nada;
ni el rumor repetido de la ausente arboleda,
ni la luz de los falsos rosales venturosos,
ni siquiera esta voz con que digo: ¡Te quiero!
¡Ah, si sólo fuera la tarea impar de olvidar el amor!
¡Si sólo fuera lo sencillo de quemar la arboleda y no de sustentarla
sangre con sangre unidas y en soledad eterna!

Así pasan  los días arrastrando sus deplorables flores resignadas,
sus arpas sin arcángeles, sus rasos taciturnos.
Aureolas cenicientas de la fiesta olvidada
se hunden en los tesoros de niebla del espejo
y cada día tristemente se parece a otro día que ya hemos llorado.

Llega el reposo, a veces, desde la gris llanura donde muere el amor
y entonces los cansados sillones empiezan a olvidarse despacio
en las pálidas fundas de frío lienzo endurecido.
Las cintas se deshacen en los cofres de marfil fatigado
y la noble madera se destruye minuciosa y dorada.
Nadie enciende tampoco el candelabro de plata en las noches de lluvia y corredores
y las antiguas palabras ya no maldicen a los amargos varones de la casa.
Así, un día la púrpura roída de un cortinado cae entre oro polvoriento y delgadas
         arañas;
y los mohosos ornamentos se deslizan por las paredes en la noche
con un rumor de pasos, de servidores muertos, en las alcobas clausuradas.
Es el tiempo de morir. Sonreímos. Ya la hiedra maldita se ha secado.

¡Ah, pero no, Dafne, Dafne!
El fuego está creciendo en la raíz inmemorial de las piedras
y se alza el rumor de las fuentes que te buscan sin cauce.
Hacia ti van los ríos  como ciervos de espumas y delirio.
Las arenas desatan su sed entre tus labios inmortales
y en una soledad de arpas iluminadas
un ángel nos castiga con su rama de fuego.
¡Ah, cómo nos engañamos, criaturas de sueño!
¡Cómo decimos mirando el aire nuevo, al agua en flor y el conmovido junco:
”He aquí la profecía cumplida. ¡Los reinos de la dicha que llegan!”

No. Tú no sabes nada, nada. ¡Oh, Dafne florecida!
No sabes cómo hiere este amor que retorna,
cómo es de apasionada su solitaria tierra,
no sabes cómo,  pronto, el llanto es nuestro hijo pródigo.
No. Nunca sabrás nada en tu gracia de venablo y de fuente.
Nunca sabrás cómo el  amor llega a ser una incesante hiedra apagada y sedienta;
cómo llega a ser la interminable soledad de esos dos que se quieren
y que no tienen brazos con que en lazar su floreciente tierra,
ni ojos con que dormir en su pureza pálida de amantes.
No. Nunca sabrás nada. Nada.
Ni aunque en la paciente madrugada
el caballero ciego encienda el candelabro tantos años caídos,
en la ventana frente al mar indescifrable
y sus pálidas manos se parezcan tanto a otra antigua y perezosa hiedra;
ni aunque me sientas por la noche, enloquecido, buscarte por los mares vacíos;
o aunque mi triste boca de varón en sollozos
te pregunte tímidamente por el antiguo jaramago o el álamo de entonces,
tú nunca sabrás nada, oh, Dafne en flor, hija del agua amarga.
Estas son mis palabras. Las borrarán tus fuentes naciendo en el estío.

Llegará un día acaso en que la noche sin amparo
pasees desvelada y culpable con tu cuerpo vestido de frío
por las alcobas donde la dura sed no reposa.
O que vestida acaso con trajes de hermoso luto,
entre las frías dalias insomnes bajo la luna,
preguntes por el maligno amor que no secó las verdes raíces de tus ríos.
Querrás reconocer entonces los retratos que midieron la muerte en olvidados cofres,
alzar el candelabro caído entre las manos de la lluvia,
volver a levantar el cielo de las arpas en el salón iluminado,
pero no tendrás manos, no ojos, ni memoria,
ni este rumor de adolescente herido sangrando entre la hierba.
Y querrás preguntarme atormentada, ¡oh, Dafne, Dafne!
porqué el amor se yergue hasta ser azucena purísima en su gracia
y porqué luego, lentamente el amor se desnuda
para ser una espada de ceniza y de frío.
Y entonces no estaré para decirte: ¡Mira!
Y mostrarte la llanura de silencio, el olvido.



 Ici repose Max Jacob (1876-1944)


En Yvry son nuevas las tumbas; nueva la distribución de la muerte.
Nuevos los visitantes. Todo es nuevo en Yvry.
Los fusilados hacen lugar a Max Jacob:

         “Caliéntate, Max. Eres un pobre judío
         y tienes frío otra vez. Los caballos no te acompañaron
         ni las cornetas sonaron alegremente es tus funerales.”

Un pájaro tiene el nombre de Ayer. A veces canta
para los fusilados de Yvry.
Nada reluce demasiado, pero todo es nuevo
como el ala de la mañana
cuando quema los bosques de la tierra.

¿Cómo será un cementerio desconocido,
una piedra color de abadía
en el cementerio de Yvry?
Los visitantes dicen los domingos:
“Aquí yace Max Jacob, el judío que veía al Señor”.
Y los parientes de los héroes desfilan como guerreros
con sus cartuchos de alelíes que estallan sobre las tumbas.
Conversan de las vidas de los muertos, rinden graves honores
y conmemoran las batallas, las lluvias, las cosechas.
Tú te acurrucas, te hundes más en la tierra
para no molestar a tanta gloria y miedo.

Otras veces los caracoles son los visitantes.
Juegan despacio y no honran a nadie.
Saben demasiado para ocuparse de las piedras preciosas,
de los adornos de hierro, de las otras almas.
Cuando canta el pájaro de Ayer
piensas en la Rue Ravignan,
en las canciones de Morven,
en tus grandes defectos, los poemas.

¡Ah Max! ¿Dónde están tus lamentos,
tus grotescas plegarias en Notre-Dame-de-Sion?
Nada de aquello sirve para esta tumba nueva
y debes esperar entre tu bella túnica de tierra.
Los otros están antes que la tristeza de tus ojos.
Sin embargo tú sabes que la Virgen ha reído con tu extraño sombrero,
con tu cabeza sonrosada de asno malicioso;
tú sabes que Nuestra Señora ha recogido
la joya inmaculada de tu bautismo, y eso basta.
La Santa Virgen te conoce, Max, y ha preguntado
por su niño de Yvry.


Los visitantes del domingo vuelven.
En el día del señor no descansan;
no descansan sus almas atormentadas
por condecoraciones, himnos y folletines.
Se cuadran ante las palmas y hacen callar a los niños
que entre las tumbas ríen
enloquecidos con su juguete de domingo.
Piensan en grandes banderas subterráneas,
en la marcha de los héroes por el yeso y el cuarzo.
Hablan de un paraíso sepultado, del damasco de oro
que arde en el centro de la tierra
donde los muertos juegan vestidos de emperadores.
Ellos no saben y hablan con voz grave
nombrando los elementos aéreos y sumergidos,
los clavos del silencio, el río de los metales,
las sales de tiniebla donde viven los muertos.

Un niño mira una mariposa y la sigue. Es tu tumba.
Lo detienen los hombres de la tarde
y con solemnes maneras lo reprenden:
         “Deja en paz a Max Jacob; el judío
         que vio la sonrisa del Señor y su manto celeste”.
Y luego restituyen en el orden de las coronas confundidas
con el gesto severo de los héroes.

¿Cómo será un cementerio perdido
en el corazón de un poema?
¿Cómo será esa voz que me ha dicho
en la garganta oscura del agua de las tumbas:

         “...Y heme aquí, yo, pobre judío viejo y estúpido
         en medio de esa cohorte de cristianos
         con alma de marfil!”

Es la mía  del frío en Saint-Benoit-sur-Loire.
Haces sonar la campanilla, ¡oh Buen Ladrón!,
y la harina del día relumbra en los altares.
Las cuevas de la muerte son estrellas con leones ardiendo
donde se quema el polvo de los Jueces.
Y tienes frío y tiemblas.
¡Cómo fulgura el carro de los ángeles, como brillan
las barbas de los santos, hermosas como lanzas!
El niño de Yvry tiene miedo.
“Ah Max, qué tonto eres”, dice la Santa Virge.



“Hijos del pueblo”



Juntando hojas secas, claro, ha llegado el otoño
y hay que bailar, señores,
sobre las tumbas de los ahorcados y los blancos leprosos.
Juntando hojas secas, decía,
podríamos entre todos escribir un poema.
O tal vez, humildemente, arrancando queridas páginas de libros enterrados
en el pico secreto del pájaro de las bibliotecas,
podríamos tejer otra niebla, una vieja canción
para los ordenanzas grises de la poesía,
una canción del amor que no vuelve
donde las señoritas del fichero
santificarán sus culos transparentes.

Entonces todo sería heroico y quieto y sería leído con anteojos de pluma
y alguien, con la ficha correcta, treparía por los estantes de libros silenciosos
hasta encontrar a Homero sentado en las tribunas populares
esperando el comienzo
del partido
de Troya.

Desde luego sería algo que juntáramos todos,
todos, gritando hijo del pueblo, hojas secas
a la mierda con la poesía,
y viva la muchacha que se calienta y te jura un amor más eterno que el mar
te juro por mi madre.

Todos cantando hijo del pueblo te oprimen cadenas
y esa injusticia no puede seguir,
pisando la última hoja de otoño,
la última, violada para siempre
en los dedos inocentes del pueblo.

Vea señor, tal vez no entendamos  si usted conoce la fórmula de la dinamita
sí, la del doctor Nobel que una tarde
se perdió en un bosque de cedros milenarios
y nunca más volvió.
Y puedo asegurarle, yo que ando en el fato
que las alondras de su secretaria,
encendieron la mecha:
y hasta las últimas estrellas volaron las violetas
desde el jarrón melancólico donde orinaba recatadamente
el mercader de fuego.

Tal vez nos pongamos de acuerdo
si usted conoce algo eternamente calcinado,
algo de Gog y Magog,
algo del trono sepultado en el fondo del mar,
si usted cree, como yo, que la poesía ha muerto
(rajá, turrito, rajá)
en la mierda sagrada de los citaristas.


         Si usted cree que arremangándose y llorando
         puede aún rescatar en los pantanos
         los huesos adorables de un soneto
         y con ellos levantar una casa escondida,
         un quilombo fantástico de ángeles.

         Si usted cree, yo creo.
         Y eso sí, compañero, hay que pisar las flores
         y sacarse la cera de Ulises, el de sucias orejas;
         porque ya las sirenas duermen en el castillo de los ojos del mar
         y el canto es, ahora, el aullido sin tregua de los hijos del pueblo.

Te oprimen cadenas y esa injusticia no puede seguir
si tu existencia es un mundo de penas
antes que esclavo prefiero morir.
Pero morir como Di Giovanni, después de haber olvidado en la última celda
un libro, inútil ya, del inservible Valery.
Morir con la bala de plomo y no de oro
morir a muerte viva, a pelotón y a muro confuso de la selva;
morir, morir a gritos
y no como la fugaz mariposa clavada en el alfiler bello de los viejos museos.

         (Dulce canción de amor, dime quién eres,
         en qué ladrón de rosas se esconde tu secreto
         en qué piano mordido por el sol pavoroso de los ciegos
         suena el vals del eterno retorno.)

Es cierto, a veces pensamos que escribir un poema
es ordenar la belleza de las criaturas,
o tal vez orinar en los jardines que caen de la luna
o besar, lengua a lengua, la tierra que es la noche.

        
(Pero el canto retorna y comprendemos
         que un poema no está jamás escrito con palabras
         no con esas tristes monedas de saliva terrestre,
         ni con imágenes dibujadas en pizarras rotas
         por sacerdotes ciegos junto a las viudas del atardecer)

Escribir un poema es morir VIENDO
viendo al dragón de las siete diademas
y a la mujer que ha de parir hijo varón.
Es morir como testigo de la muerte que muere
cuando, hijos del pueblo,
en las redes que los mares no mojan
rescatemos al pez que fue nombrado Pan.

Y entonces sí, compañeros, peregrino, soldados del desierto,
hijos del pueblo,
tendremos que volar con dinamita las cadenas
y morir la no muerte,
y gritar junto a las bestias sagradas de los últimos días
que el Profeta ha llegado otra vez a la tierra
¡E viva l’anarchismo e la libertá!



 Cantos a la noche


                            II

En el mes de septiembre el hemisferio austral
ve llegar la engañosa primavera
con su espejo de almendra.
         (¡Ofelia, Ofelia, olvida tu canción!)
Cantando nos perdemos en la oscura ciudad
entre los hombres y las muchachas
renacidos en el brillante pavor de sus cálidos cuerpos,
y los amantes queman la rosa del amor
junto al mar que golpea sus sienes inocentes.

         (En Dakar es de noche.
         Caminamos por la pista del aeropuerto
         viajeros hacia París o Londres,
         indiferentes, sensatos, silenciosos
         junto al ángel de plata que ha cruzado el mar.
         Negro insomnes tallados como ídolos
         en el azúcar caliente de la noche.
         Solo. Cambiando dinero en el bar de otro continente,
         sin preguntar por ti. Lejos
         de nuestros países agrupados
         en torno de las frutas.
         Solo en la noche tórrida de espumas calcinadas
         solo, como el nácar celeste de una vena
         quemada por el aliento de ángeles impuros.       
         Solo en la noche de Dakar,
         perdido en el plumaje de un pájaro de llama negra,
         en la voz de los viajeros desconocidos,
         en el ruido del mar que se levanta resonando
         como un trueno de luto
         Solo, lejos de ti,
         lejos de las maderas unidas de nuestra casa,
         de una pesada pluma de piedra junto al cielo
         en Mendoza.
         Solo, lejos
         en otra noche estoy).

En el mes de septiembre en nuestras tierras del oeste
reverdecen las viñas
y viene desde lejos apasionadas noches
en los carros espumosos del agua.
Tú cantas y te pierdes en la ciudad,
sonriendo, mi amor.
sollozando, mi amor,
y buscas  el jardín adorado que cuelga
de las llaves del cielo.
El racimo solar cae sobre estos montes
y te golpea el pecho con su piedra de miel.
Como desde lo hondo de un rostro
sepultado en arcones de polvo,
has contemplado el sueño vano de la juventud.

Ahora ya es de noche y duermen los amantes
eternamente separados
en cada sueño,
en cada
latido que gotea una arena distinta.
El desvelado, ausente de un reino,
de una ciénaga de rosas
regresa a la ciudad cuando desciende
sobre la inmensa sombra
la lanza solitaria de la luna.



 Espejos del caos

 


 

A Fernand Verhesen


No me preguntéis por el mar que resuena en el paraíso
ni por sus espumosas arenas suspendidas
en la mirada de antiguos animales luminosos
lamidos por milenios sagrados de inocencia y pavor.
No me preguntéis por la jarra de plata en el desván
ni por la mano que derrama su agua tornasolada
sobre el pelo florecido del muchacho
que vuelve en su caballo
desde lejos;
ni me preguntéis por el templo y sus gradas
ni por sus tapiadas criptas donde los huesos giran
con la tierra y el trono de las constelaciones.

A veces sólo el rito
de la víbora diáfana
que cae de los helechos misteriosos
y resplandece en la maldad del cielo.
La noche tres su cuervo
con una turquesa en el pico.
Me preguntáis y os señalo las viejas cruces de los páramos
donde cuelgan ensangrentados pájaros
y atroces cartas desgarradas por verdugos lejanos.
Y me preguntáis aún y arrancáis de mi corazón
una enterrada gota de nostalgia
que nada sabe de su bien
y apenas ha entrevisto como en el semisueño de la infancia
el errante pavor de las moradas elíseas
y el azulado viaje de los justos.

Y Así he llegado hasta vosotros
con números del caos
mezclados con raíces de animales sin luz,
con vértebras del especio,
con médulas de calor corrompido,
con tinieblas de ángel;
y ante vosotros quemo estas palabras
estremecidas de azar
para responder a vuestro odio,
para arrojar a vuestros ávidos palacios
este óbolo negro donde acaso
estuvo alguna vez estuvo el paraíso.
Mas  si aún vuestro odio quiere
arrancar de la entraña vidrios ardientes, desperdicios del amor,
preguntad sólo por otras devastadas memorias de mi vida
y os mostraré una puerta quemada
y las cenizas de una llave oscura.

No esperéis  bajo estos puentes la llegada de los justos,
ni las trompetas, ni las legiones de ángeles ardiendo,
ni la lluvia de las violetas sobre
las tumbas de los mártires.
(Bajo los puentes de París
el Sena pasa, oh Mal-aimé)
No esperéis que el girasol del júbilo se encienda
porque ya ardió durante largos meses
y cae ahora entre el zumbido
de las abejas de septiembre.
No esperéis nada de mí
que vengo del jardín matinal,
que he cruzado la juventud
y escribo un poema
para las ceremonias de los salones del atardecer.

(En Buenos Aires hay un hotel donde viví
muchos meses enfermo.
En Buenos Aires está la luna rota
de un poeta asesinado.
A veces sólo he conocido la casa
donde prevalece el infierno
y la respiración de las negras espumas entre las piedras
y el pájaro que canta quemado por el mar
en la vileza de una rosa inmunda.

Elohin, Elohin, tu sangre ha caído en mis pestañas,
¡oh eternidad de ojos abiertos, rotos
mirando el paraíso,
nada!

Otros, los elegidos os hablarán de un mar azul, soñado
y del barco de sal brillante
encallado en las islas rocosas
y os dirán que el paraíso es
el ruiseñor que estuvo en un verso de Shakespeare.

Llega el ruido de la arena en el atardecer
cuando el desorden y la tristeza de tanta hermosura
rueda por los acantilados
hasta el vacío espléndido y nocturno.

Ah, no, no preguntéis a esta lengua cuyo musgo
habéis en otro tiempo conocido
y que apenas supo un día cómo
es una gota de sangre terrestre
perdida en una fuente inmortal.
Está una muchacha que cuidaba mi juventud y mi violencia
en un tiempo que vosotros no habéis conocido;
y está un viento cruel que crece, y crece
cuando el amor engendra su morada infinita
en el desierto errante de los sueños).

No, no esperéis que pueda revelarlos nada
del alejado paraíso
pues solitariamente
giro en el polvo, ebrio de lúcido destierro.
Las copas han caíd. Elohin, Elohin estoy solo
con una lanza rota en la puerta del mar.

(Iglesia de Saint-Germain-des-Prés.
Hay una imagen de la Santa Virgen con el Niño
y una leyenda: Consolatrix afflictorum
Hay un negro arrodillado que llora
con los brazos alzados hacia el techo.
¿Qué podéis preguntar del paraíso
a este negro que llora entre escamas de plata
en una vieja iglesia de París?

Hay un jardín reseco que rueda por la calle,
que golpea los ojos  con su rosa pesada
y una puerta de hierro con mi nombre indescifrable
arrastrada por el viento nocturno
hacia el lejano mar).
Saldré a la calle con los perros,
con las guirnaldas de empapado raso
en las sienes bordadas cos espejos.

Caminaré hacia atrás entre los dientes
el bello aro de alambre.
Caminaré hacia atrás
hasta que mis espaldas
se hunden en las paredes del palacio
hasta que mis cabellos penetren en la piedra
y el alto ruede, inmortal, por la calle ruinosa.
Mis ojos
quedarán  engarzados en las piedras del castillo
dos veces y abiertos
y roerán los perros el hierro de la noche
con sus dientes partidos como estrellas.
Este es mi ataúd, mi bello jardín enjoyado.