jueves, 30 de agosto de 2012

Susana Cerdá


El balanceo que se abre entre una tetera de loza marrón y el perfil renegrido del aparador, vértices desde los que se organiza el instante. Réplica de una cotidianidad hecha cuerpo.
La radio encendida, un tema antiguo, polvoriento, que trae rostros.
Unos amigos del sesenta y siete, envueltos en la ventisca nocturna de la playa.
Ya velándose por la brumosa cualidad del tiempo.
Ella emite ciertos ruidos con la nariz, sorbe, cada tanto sorbe y habla de sus arrugas.
Los quejidos de su nariz en diferentes tonos se alejan por las habitaciones.
Trato de pensar en el temblor de esa figura que escuho ir y venir.
Las arrugas de ella, las reales arrugas de las que ella habla, el temblor que yo no veo.
Tose desplazándose dificultosamente de acto en acto con un ritmo exacto, ilegible, cierra las ventanas, colma sus pensadas arrugas de cacerolas y tijeras. Anda.
El perro se repite insistente tras sus pasos, la gata duerme, la radio continúa ametrallando la memoria. Otras cadencias. Una luz cruzando ante el ventanal titila en la oscuridad.
Sigo inmóvil. El avión es un atronar leve que se apaga en esta noche de domingo para siempre.
Cierro un libro, quedan suspendidas algunas profecías orientales.
Cierro los ojos, sus arrugas atraviesan la playa.
Comienzo a tender otra vez lentamente los puentes: escucho el rumor de las olas adelgazándose con cierta parsimonia en los ecos de un blues.
Ella toma agua, me ofrece duraznos, la sostengo de soslayo, bajando la mirada, algo en el ángulo del zócalo se vuelve implacable.
El blues se ha soltado camino abajo hacia las orillas adonde ya no es posible llegar, donde han quedado los amigos, las palabras, el {ultimo sorbo de vino que tomé con él.
Mañana –me digo- como será mañana?

La tetera de loza marrón permanece en su puesto.






Una incisión debajo de la oreja derecha. Se extiende libremente en una curva que separa la mandíbula de cuello, hasta la oreja izquierda. Por supuesto.
A medida que la incisión avanza de oreja a oreja, la tarea se complica.
La sangre tapa la curva.
Comienza siendo un asomarse rojo.
No hay médicos, no hay guardapolvos, sólo un gastado bisturí. Gastado. O en su defecto una gillete.

Incisión sola en sí misma que no va a cerrarse. De ninguna manera.
Que nadie va a cerrar. No hay alcohol. No hay gasas. No hay nada más.

Una incisión a secas. Sin espera.
Desde la base de la oreja derecha hasta la base de la oreja izquierda hacia la Muerte.




El me ama. Me ama tanto que yo huelo la muerte en sus caricias, en su mirada veo el crimen, en cada gesto suyo: la absorción, el tironeo.
En el Espectáculo de Suamor la tierra gira a una velocidad que deforma mi cuerpo...
Succionada por su sed, yo: una gota de carne horizontal, que él se dispone a chupar, sin pudor alguno.
Espera con espasmos, con ira, con sollozos, el momento justo, enfocado, fatal, de abalanzarse sobre eso y penetrarlo. Enarbolar ese coágulo de vida, levantarlo como una ofrenda a su espejo.
Haga lo que haga, él ha decidido amarme, izarme en su soledad como una bandera santa, sangrienta. Ya me ha condecorado, condenado con Suamor.
Cómo buscar en su cuerpo, si cada roce sería una profecía: sus extremidades como tentáculos traspasarían mis fronteras.
Caer en sus brazos: desbarrancarse por su avidez. Más que tomarme, atravesarme, hincarme en lo puntiagudo de su historia, clavarme en su cruz particular, hacerme la virgen madre de su santuario musculoso.
Devorar algo en mí que todayó le represento, o sea, tenerme, hacerme suya, hacerme de él.
El, ser eso que soy.







De máquina. De máquina.
Maquinal.
Mortífero: un tren atravesando las distancias y los cuerpos.
Las férreas vías, las regias, inalterables trazos en mi memoria.
Lo que me dio vida yace aniquilándose mientras levanto la cuchara y tomo por todos.
Levanto el vaso cargado, bebo un brindis entre líneas.
Las bandejas hacen su itinerario, cubos de hielo van y vienen. Impenetrable trayectoria.
El néctar nos riega y lo bendice todo.
Algo se cae, se pierde, un estampido. El Destrozo.
Luego un silencio, la vuelta se renueva.
No hay revólveres sino ceniceros de lata y pequeñas llamas que lamen los bordes de algunos cigarrillos y desaparecen.
Tampoco hay uniformes, sólo trajes. Viejos ritos ceñidos, azulados.
         Reverencias.
Lo sonoro: la máquina del café, el ajetreo del lavacopas, latir de tacos. Rumores que aglutina el mostrador: viejo corazón cansado.
Del coqueteo de los espejos, de la perversa componenda entre las sillas y las mesas.

Viejo corazón. Madera marcada. Labios que se abren como puertas.

El Asesino, al fondo, leyendo el diario, ignorante de su crimen, cifra crucigramas y toma vermouth. De máquina.

En las afueras, el arrabal renovado.
Un empleado esquiva los charcos
guarda el cuchillo en el maletín
huele a perfume importado y a aerosoles.

A la madrugada Una Mujer.
Una mujer brinda su espalda,
muere prolijamente, maquinalmente.

Tal cual.



(...)


Disimular.
Dilatar el acceso.
Abrirse en un gesto que gira sin retorno.
La cara oculta de la luna se apaga entre los puños.
Las partes del cuerpo se suman como las consecuencias.
Destreza de circunstancia.
Modalidad de tic.
Reír en circunferencia siguiendo los contornos.
El diseño que acompaña.
Las vertientes de lo ilustrado, parapetos de sarro sólido.
Párpados entrecerrados que agobian el ardor.
Proselitismo en las miradas.

Que no se cuele el vicio brutal de lo latente.
Y otros restos.
Que no.
Afinar los hábitos.
Que toquen un buen tema.