domingo, 26 de agosto de 2012

Mario Jorge De Lellis



María del portón

A la que llaman, en la calle

Corrientes, “María la loca” (*).



María del Portón,
María  que no tienes pan ni vino
ni maría; que vives acá, en la ciudad de calles.
en la postergación del huevo y la semilla, tras lo barrido,
bajo el Pórtland, el muro, y el andamio,
en el portón vacío,
y que sueles andar pisándote la sombra con mayor sinrazón
que un ángel sin ofrendas  y un ventanal sin vidrios.
Con tu cajón a cuestas, en un sitio,
derrumbada de años –que tanto tiempo tienes-
y sola y perseguida de estrellas y de malos niños
y cada vez más loca, más tuya, más María,
María del Portón, María de la calle...escucha lo que digo:

Este mundo gotea su polvo y su abundancia.
Mientras tú, con el único cayado de la ciudad, oblicuo
como el que usaron todas las marías de tu ropa
persigues el umbral donde abrigar tu hueso antiguo,
más de un millón de pipas se tuercen en las bocas
y las pantuflas gordas calman los dedos ricos.

Y mientras tú, bloqueada de una tierra final,
con tu olvido de blusa y taco alto, de parto, de haber sido,
no gimes ya del bofetón primero, ni del delgado postre,
ni de la trampa del varó, ni del castigo,
(fuiste, sin duda alguna, muchacha de altos senos, tuyos, codiciados,
y anduviste  la tarde como una novia rota, sin camino);
mientras tú no te mueles de odio y de distancia
y te es simple el aire, alrededor de ti, el hombre, ese mismo
que te tira monedas y te reclama un llanto,
el hombre de zapato que te disputa el sitio;
el mineral, terrestre, coetáneo, perteneciente al núcleo
de la ley y el reloj; ése que ha sucedido
por vía  natural, por germen, por raigambre,
porque todo es nacer, permanecer, poblar un siglo,
decantarse en andar del sueño al alba, sin fantasmas que humillan,
sin ver la cucaracha, sin consolar a un ratón con miedo, sin tino
para aceptar que un día se nos caerán los astros sobre el lomo;
ese hombre, María del Portón,
que nunca fatigó su miel ni acanaló si oído
para curar tu piel rasgada
y endurecer tu grito,
se odia a pesar del plato y la cuchara,
se odia a pesar del sábado y domingo.

Unos y otros son parientes desde el hueso.
¿Es esto lo que hay que hacer? ¿Buscar  el vínculo?
¿Mirar la puñalada sin un mohín de culpa?
¿Ser un gentil, tener el tacto fresco de los líquidos,
saber sentarse en molde en los teatros,
aplaudir los clarines, entonar como un grillo?

Muchas veces me hice estas preguntas
y me miré los dedos quebrados de infinito.
Y solamente digo, María del Portón,
María que no tienes pan ni vino,
que esta gente se odia, muy a pesar del plato y la cuchara.

Para que así no fuera tendrían que haber pisado y recorrido
la ruta más amarga: ir a la flor
por gracia del pistillo
y nunca del perfume;
desahogar del mar la sal, los náufragos, las sirenas, los ruidos
del pez y no las playas donde tomar el sol de vez en cuando.
Para que así no fuera hubiera sido necesario tener la luna en un bolsillo.
Ladrar, rumiar, hacer de gato. Hubiera sido necesario
ser algún tiempo loco, coronarse de trigos,
posternarse ante el buey, morder la greda,
y como tú, María del Portón, vivir sin sitio.
Vivir ya por después de un miércoles de abril,
cuando te escribo esto y creer que se nace sin sonido,
como un violín sin cuerda y que hay algo que tocar.

Y hay algo que tocar: tan primitivo
es todo, tan reciente, que estamos esperando todavía
los milagros directos de los dioses y el sinsabor del higo.

María del Portón: tú pasas, tu morirás mañana,
tu esqueleto se irá bajo una tierra tonta; tu apellido
claudicará a la historia y el aire simple que te augura
ira sin tu cayado por otras calles tristes. Tú habrás cumplido.
Pero nosotros... ¿Cuántas veces todavía
cortaremos la uña, el llanto y el camino?
¿Cuántas veces iremos a poner nuestra idea de rodillas
y a ofrecerla a la tarde como un vientre de madre ofrece un hijo?
¿Cuántas veces –tan solos- subiremos a un árbol, buscando a Dios,
y cuántas veces, dílo, cuantas veces, te hallaremos,
certera, sin carne, sin razón, en el vacío?
María del Portón, con tu cajón a cuestas,
¡cuántas veces!
María que no tienes pan ni vino
¡cuántas veces!
María que no tienes sitio
¡cuántas veces!

(*) Una mañana de junio de 1950, dos meses después de haber
sido escrito este poema, “María la Loca” fue hallada, muerta de
frío, en su portón de la calle Corrientes.



   Muchacha sin pronombre


Para Isabel Rousset, “Bola de Sebo”.

Isabel Rousset, Bola de Sebo, muchacha sin pronombre,
carne de alcoba y llanto:
te gustaban los pinos color nieve
las pocilgas sin nadie, los caballos
mordiendo en sus pesebres una pizca de luna;
te gustaba el molino, el lirio abandonado
en las manos solteras, la mediana función de las lagunas,
la fe de los riachos.
Te gustaba comer -¡tan familiar!- junto a tu cesta
y beber el borgoña y nublarte con pájaros.
Te gustaba decir algunas cosas.
Te gustaba reír de vez en cuando.

Isabel Rousset, Bola de Sebo, regresas desde el aire,
con un pecado en torno, diluída y casual como la sombra de algo.

Isabel Rousset, Bola de Sebo...¿Qué hicieron los burgueses
con tu corpiño roto? ¿Qué hicieron con tu llanto?
¿Te dieron de almorzar? ¿Te regalaron pinos y pocilgas?
¿Te festejaron toda con lirios y caballos?
¿Te miraron igual que a sus parientes,
te acreditaron sitio, te lloraron?

Por ti, por esa carne tuya –miga o cielo- y entregada sin rumbo,
ellos siguen de pie, mercado
las espigas y traficando lanas en invierno, tanteando el mar
porque es posible el oro más allá de los peces y los náufragos.
Y están muy  bien así, aunque el sol se les cuele en los roperos,
donde sigues viviendo con un olor de cuerpo bien lavado.

Isabel Rousset...¡estos burgueses! ¡Y pensar que lloraban
sus dineros, sus gatos sin tejado,
sus mujeres de moda, sus tierras con orillas,
sus hijos impedidos, sus vientos clausurados!

Isabel Rousset, heroica prostituta: te quitaste el vestido,
tu cadera de amor, tu pecho transitado,
tu soledad de sauce sin ribera,
tu orientación de muerte y un poblado
de cosas que nacían de ti bajo la noche
y te diste al prusiano,
ilimitada, toda, sin urgencia,
tan plena como un sol que cae sobre un sembrado.

Después, sacrificada fruta, légamo caído, sin pronombre,
fuiste a buscar perdón sencillamente. Y te dolía el tacto
y la mirada ahondada de palomas
y el temeroso pie y el cuenco de la mano.
Y el burgués te miró como se mira un pozo.
Y no te perdonó. Nunca, Isabel Rousset, te perdonaron.

Tu final se lloraba detrás de un vidrio corto.
Tu voz se amordazaba con un pañuelo áspero.
Tu corazón de pinos y pocilgas se ahuecaba por dentro.

Isabel Rousset, Bola de Sebo, toma mi mano;
hace ya un tiempo largo que no estás con nosotros
y no ha cambiado nada: ni el nacer, ni el morir, ni el sobresalto.
Poblaremos los puños de centeno y de cobre,
caminaremos largo,
desde la cara hueca del vacuno hasta la cara humana,
desde el pienso a la cifra, desde el mugido triste hasta el vocabulario.
Andaremos con todas las mujeres compradas de la tierra
y tú y yo, Isabel Rousset, diremos algo:

Diremos que algún cuerpo caliente como el tuyo
fue el que pobló hemisferios, que los astros
se aprietan de dolor cuando te escupen,
que no abrigan las colchas y las sábanas sin debajo
no hay quien ame y que es fácil
cosechar la comarca de un rey cuando el esclavo
no tiene voz ni pelo. Y diremos, en fin,
que eres una señora y que estamos
esgrimiendo las picas para tumbar la infamia;
que no impórtale cochero, ni el peón, ni el soldado
que te besó la piel. (Que triunfo:
que un soldado besara en pie de guerra, que un soldado
se pusiera a pensar en cosas distraídas;
en tu sonrisa de algo
y en tu pronombre dicho entre paréntesis...)
Les diremos que estás sentada a la derecha de Dios y que el pecado
procedía de ellos, de sus carnes espesas y aplastantes,
de sus miserias vivas, de sus dientes de lobo, en fila y apretados.
Ven con tu sangre fresca, con tu pelo de niña:
dame la mano.
Tu corazón se mueve con un temblor de agua
en cuyo fondo hay plumón ahogado.
Tu cadera de amor rodea el mundo
tu seno está bien alto,
más allá de las criptas profanadas
con los oídos falsos
y tu pronombre, tú, Isabel Rousset,
tiene que estar vestido con flores y con pájaros.

Isabel Rousset... ¡estos burgueses!
¡Y este trágico estar sin fuerzas para nada! Dame la mano...








     A.R.A. 615

           Para Jorge, en tierra.

No te hacían señales con banderas.
No pronunciabas isla a sotavento.
No estabas ni en la proa ni en la popa,
no te acuñaba el aire, no te estrenaba el viento.
Pero seguía el mar moviendo sus esponjas,
sus tiernas noctilucas, sus mareas, sus misterios
submarinos de ahogados dando vueltas
siempre en torno del mástil compañero.

Cualquier reloj estaba en cualquier hora.
Un día martes trece, marinero.

Tristes grúas lloraban en las dársenas
y antebrazos tatuados se empinaban por ti junto a los puertos.
Las brújulas seguían tu destino de yodo terminado.
Petreles y gaviotas te cruzaban de pañuelos.
Te sabían de sal, de caracol sonoro,
de pipa perfilada, de ojos negros.
Y por eso remaban hasta ti los muelles,
los faros rondadores, las boyas sin grumetes, los pájaros roqueños.

Cualquier reloj estaba en cualquier hora.
Un día martes trece, marinero.

Todo ese mar volcado
que crecía en tu sangre sin saberlo,
te dice que te vas,
te dice que te vas con una voz de náufrago viajero
que llega hasta tu alma. Te dice que te vas
de la escama, del ancla, de los sueños
de muchachas que te esperaban
con jaivas y con lirios detrás de cocoteros,
de barrios pescadores que tenías que oler,
de sumergidos cantos que habrías de cantar en bares extranjeros,
de ese timón colega que te llevaba en vilo
en busca de arcoiris y archipiélago.



Pero ven a la tierra, contramaestre puro,
heredero vikingo, libre fenicio entero.
Ven a la tierra al fin, desmarinado y todo,
desbordado y desecho
de lo que hiciste de agua,
pescador  de caminos, caminador de vientos,
ventilador de sueños sumergidos,
curva mayor, 615 nuestro,
que en la tierra el reloj maraca una hora
sin día martes trece, marinero.

Ven a la tierra firme. Bajo la piel te queda
un mapamundi oculto donde mirar los puertos.
Acá tampoco te hacen señales con banderas
ni pronuncias la isla a sotavento,
pero hay un sol torcido en todas las esquinas
y en las frentes ancianas suele atracar el tiempo.

Ven a la tierra firme, desmarinado y todo.
¿Qué importaba tu espada, tu graduación, tu ejemplo?

¿No eras todo de alga, de vela y trinquete?
¿Acaso el mar no tiene cara de amigo bueno?

Ven a la tierra firme... ¡Cuánta saliva amarga
verá tu sal doblada sobre el pecho!

Ven a la tierra firme, 615,
petrel, hombre de playa, marinero.



    Canto a los hombres del vino tinto


Yo sé que ellos vendrán, caminarán,
vendrán, caminarán, darán la vuelta
dirán mi barco ballenero pesca en las Orcadas
mi vejez en un canto de rayuela
mi velador no caza mariposas,
vendrán, caminarán, dirán cualquiera
tienen un gorro frigio,
cualquiera tiene un tango,
tiene un agua tanino;
vendrán, caminarán,
dirán la palabrota que les queda,
vendrán, caminarán, dirán del apio,
vendrán, caminarán, dirán que salga pato o gallareta,
dirán, caminarán, dirán que bárbaro
dirán imbécil,
dirán yo soy un hombre,
dirán piso la tierra.

Yo sé que ellos vendrán, caminarán.
Dirán, caminarán y cantarán con la violeta
y cantarán el ajo de los guisos
y el ábside, el gorrión, las azoteas.
Vendrán, caminarán, dirán que antepasados
murieron en cadalsos o en hogueras,
murieron sobre camas de hospitales,
sobre catres sin luz o sobre las veredas.

Vendrán, caminarán,
con la antigua zozobra
del alquiler,
con la herramienta húmeda, oxidad;
vendrán, caminarán, vendrán la siesta,
falseadores del sol,
halconeros audaces del de pronto,
viejos amigos míos, cantantes de violetas,
venteando lluvias coloradas,
cayendo, decayendo, diciendo que vendrán, caminarán,
diciendo apenas
que aquí vendrán, caminarán.
Y un chapoteo dulce pica en la piel
y uno sabe que están como los muertos:
acostados y duros y sin pena.

Como los muertos duros.
Los muertos ya no tienen vanagloria. Ni problemas.
Ni decapitación. Ni ley.
Ni llave familiar para el altillo. Ni retratos de abuelas.
Los muertos tiene solamente
un raptado moverse entre las cosas y una cruz oficial
y un pasado rumor de voces vivas en la oreja.
Y están bajo el zapato del que vive,
químicamente amargos, naturalmente pobres de tierra.
Vendrán, caminarán. Observadores simples,
jugadores de truco, sacrílegos del agua,
bicarbonatos, hígados, confidencias,
lo que yo siempre tuve es poca suerte,
viejos amigos míos, cantantes de violetas.

Vendrán, caminarán.
Tendrán la mano abierta,
un tajo de dolor hundiendo sus infancias,
una hermosura en vino y un vino en la moneda.

Vendrán, caminarán.
La vida es tan correcta,
tan construída así como esas casas de diez pisos,
tan dócilmente puesta
hacia la muerte
que al encontrarlos
uno se siente afuera:

Vendrán, caminarán. Caña, pescado, pipa.
Pelos en la nariz, buenas noches me voy la tengo enferma,
yo le voy a contar la historia de mi pueblo,
qué has quedado pensado marivelcha.

Yo sé que ellos vendrán, caminarán,
vendrán, caminarán, darán la vuelta.
Tienen cosas acaso que decir,
tienen qué preguntar: cuántas botellas,
cuántos lagares dulces,
cuánta ocupada mesa,
cuánto codo raído
o pantalón gastado en las veredas
o anoche me soñé vinado en un cadáver
o anoche me soñé a mi María muerta.

Vendrán, caminarán.
Visitarán mi tierra.

Vendrán, caminarán.
Se los tragó de tierra.

Vendrán, caminarán.
Campanas tocan en las copas. Buenas noches amigos,
buenas noches por catres, bodegones, viento al irse a domir
cantantes de violetas.
“Canto a los hombres del pan duro”


Nacen, se reproducen, después mueren.
De cobre son y el cobre los golpea.
Llevan de cobre el corazón y la camisa.
Llevan de cobre las mujeres recias.
Llevan de cobre el ojo y los abuelos.
De cobre son y suenan.

Nacen, se reproducen, después mueren.
Y es de cobre el vapor del caldo escaso,
de cobre el duro tálamo, la higuera,
el defendible hinojo,
la charla sobre el pan, hasta cuándo,
las mesas de hule roto, la impaciencia
por ver caras alegres, frutillas, casas propias,
amigos bajo el sol, bajo la siesta.

Nacen, se reproducen, después mueren.
Fueron cadetes de la industrias, albañiles de andamios,
fabricantes de cosas inútiles modernas,
paladines del aire y del martillo,
fregadores de pisos, humo de chimeneas.
Nacen, se reproducen, después mueren.
¿Quién obtuvo sus sangres? ¿Quién destinó sus vertebras?
¿Quién los puso de gallos en la aurora
caminando y gritando, pateando y acatando,
hirviéndoles la sangre compañera?

Yo los he visto hastiados hasta decir no quiero,
los he visto matando en frigoríficos, matando en primaveras
en que todo nacía sin motivo aparente como nacen las flores;
los he visto con bolsas, moverse, trabajando, cuando era
la hora de comer, la hora egregia del amor y del descanso;
los he vistos trepados a las torres, trepados a las viejas
torres, dándoles cal, charlando con los ángeles,
mirando un punto de la tierra,
un solo punto vivo
al cual pertenecían
y por el cual hilaban sus días, sus esencias.

Los he vistos volviendo a sus hogares
con la honradez al hombro, mirándose las piernas,
detallándose niños y costumbres, algunas cosas que suceden,
pisándose las huellas,
hollándose los marzos, los octubres,
los panes sin almuerzo, las amargas cosechas
del frío, las amargas recolecciones para otros
y las amargas siembras
del cobre que resuena en el alma
como un gran acordeón tocando a fiesta.

Yo sé que nacen, sí. Yo sé: se reproducen. Yo sé: se mueren.
Sé que suenan a cobre, sé que suenan
a rasgadores fiebres, a pan hermoso y triste.
Tienen hijos de cobre, muy sonoros; tienen mujeres recias,
cigarrillos baratos en los dedos,
hondas causas vitales manchando sus orejas.

Están aquí y allá.
Suenan, resuenan.

Son de una gama gris.
Andan y trepan.

Naturalmente cobres, naturalmente solos,
tiene el sol cerrado sobre la mano abierta.

Y un día caen trizados por el tiempo,
con unos ojos amplios hacia el norte
y un pan duro indicando sus presencias.

Son esos hombres duros como el cobre.
Suenan, resuenan.