Mis
pasos en la costa
No,
no quiero el umbral de la soberbia,
su
alameda tentadora y vacía como una máscara sonriente.
El
viento helado me endurece el rostro
y
llega el olor del río, el grito de los pescadores perdido en la noche,
mis
pasos en la costa, sin otro rumbo que el aire del invierno.
Ahora,
como otra vez por libres callejones,
no
menos sometido,
afano
el paso buscando la templanza
porque
soy, como estas cosas, una pequeña carga plegada en la tormenta.
(Señor
de muchos nombres, presentida frescura;
ten
piedad del aire que no llega al borde de las hojas,
del
mascarón de proa miserable en una playa,
del
que arrastra su gangrena terrestre,
del
que, como Machnún, levanta las arenas buscando a Leila la que nunca
llega,
del
que bebe vino o agua como dos sombras de la misma fuente,
del
que pudre el aire con su lengua maldecida,
del
que recuerda tardes, y lugares, y no recuerda el nombre de su tierra.)
El
viento mueve la noche
y
el desamparo es como un vino que se bebe a solas.
Hoy
–alguna vez- quiero ser el que se humilla,
el
que se agota hasta el exceso
y
regresa a este límite que somos: el fatigado espacio entre la dignidad y
el polvo.
La señal
Siempre
veo en sueños este pueblo:
casas
bajas, de adobe,
y
un polvo cayendo del cielo como un defecto de la vista.
Hay
muchos perros en la calle
como
en los pueblos de la puna: perros sin dueño,
sin
dónde ladrar, comer, fornicar;
perros
imprescindibles, como en la puna, para que ese pueblo exista.
Un
hombre saluda siempre a otro
y
dice ya han empezado a visitarme los muertos,
señal que
pronto moriré.
El
muerto que lo visita soy yo,
el
que irrumpe en el sueño, le aflije (sic) la memoria
y
se despierta;
entonces
el presentimiento se cumple
y
todo es la oscuridad
de
un cuarto cargado de libros,
agobiado
de tabaco,
y
un hombre sudoroso que tantea la luz
y
se levanta en busca de agua.
Una voz como el mar
Cuando
ofrece las verduras, la mujer
tiene
una voz de marinero gritando tierra,
que
se mueve
sobre
la agitación del mercado,
baldea
las frutas, los pedazos de la vaca.
En
la recova de los pescado
(tal
vez por el olor a marea
y
por ese inevitable simulacro de naufragio)
la
voz se vuelve áspera y abarcadora: exhorta
a
los marineros desde el púlpito
para
que salven el alma.
Y
hay días de un rumor desaforado,
con
estruendo en la calle
y
paredes que humean hasta reventar;
es
entonces cuando su voz promete el mar
mientras
la ciudad arde,
son
saqueadas las casas, muertos los amigos,
y
todos huyen
una
vez más
llevando
en los hombros a su padre.
Desolación de las palabras
Las
palabras han perdido prestigio, influidas por esa ambigüedad que les permite
pasar del rojo al negro sin cambiar la
situación. Tal vez por eso los hechos se han enseñado con ellas; las muerden,
las acosa, y a pesar de todo siguen ineptas para significar. Las palabras están
inadaptadas: mienten, ya no tienen palabra, simulan emoción o inteligencia
cuando debieran mostrar su inanidad.
Las
palabras son una moda ajada, esconden una multitud idiota, se las usa como
sedante para decir la realidad no existe. Giran en el cerebro como un
cardumen muerto.
Antes
era posible conciliar metáforas, vincular los hijos con la ternura, incluir
deliberadamente la tristeza. Ahora, con las palabras, sólo es posible hacer un
amuleto contra la mala suerte, un modesto talismán; es decir, elaborar ese
viejo sistema de compensaciones que consiste en justificar cada fracaso.
Las
palabras se mueven como el borracho que en la fiesta de un pueblo lleva y trae
desatinadamente su cuerpo, no encuentra sentido a su sonrisa, hasta que
finalmente se sienta en un banco de la plaza, silencioso y distante, como quien
sabe que toda fiesta termina en una meditación.
La evidencia
Quisiera
que ninguna exaltación
acompañe
a esta frase mis hijos
se sentaban a ver el mar.
Sin
embargo era así.
Cada
noche llegaban en silencio
y
sin ningún esfuerza vinculaban el mar
con
la contemplación del mar,
la
emoción con los objetos.
Y
aceptaban la armonía sin obstáculos
que
una a los cuerpos con la materia sacudida.
Era
fácil saber que del mar
les
llegaba una comprobación que nos excluía.
Pero
sólo llego hasta aquí:
no
es cuestión de cargar con vaguedades
al
conocimiento directo.
(Un
romanticismo antiguo, o un poco
de
pudor caduco, aún es tolerable.
La
metafísica no.)