domingo, 26 de agosto de 2012

Roberto Themis Speroni





La rosa mineral cruje de frío.
Está lloviendo aquí, donde yo busco
palabras que me salven de la muerte,
adjetivos que alcancen a ser tristes,
alfabetos boreales, versos duros
y sin embargo tiernos, como el pecho
de una mujer recién alimentada
por un labriego hermoso.

                            El mundo escucha
este sonido de tambor menudo,
este caer de peines infinitos
movidos por un viento gris que tiene
fosforescencia de animal errante.
Escribir cuando llueve, es darse cuenta
con toda exactitud de cuantas cosas
son necesarias para que la vida
tenga su aurora mágica.

                           
Rebotan
las gotas como peces de mercurio
y un árbol anda solo descubriendo
nuevas edades en el laberinto
del agua repetida. Por el frío
la rosa mineral pule su prisma,
y es una espuela ronca, viva y negra,
la noche en los talones del poniente.


No sé cómo estoy lejos de mi carne,
usando los prismáticos del vino,
mi ropa de trabajo y los papeles
que la tinta fatiga.

                            Por momentos
alguien abre una puerta en otro sitio
y hay un huésped que llega sin valijas,
ceremonial, un huésped indudable,
y que en la eternidad que da el minuto,
se incorpora a sucesos que algún día
se sabrán con certeza.

                            No estoy muerto
ni tampoco estoy vivo. Simplemente
busco palabras para repetirlas
hasta que por mi sangre ruede un vidrio,
un eco, la madera de un sollozo,
o a lo mejor la hora de la lluvia.

La rosa mineral no se divisa:
se me han roto las manos y yo escribo.



Ahora son las moscas, el rosario
de las moscas hirviendo en esta siesta
de manteca voraz, caliginosa,
tendida al pie del párpado enrejado,
de las enredaderas polvorientas.

Hinchadas de furor sexual y agudo,
tornasolando el aire de las flores,
las cortinas, la tierra, se arraciman
sobre la luz caliente. Raja el tiempo
su pectoral de vidrio; las baldosas
soportan un chispeo vibratorio,
y no hay lugar que escape a estas seguras
municiones de curva zumbadora.

Estaqueado a la sombra de un aromo
por un vértigo inmóvil, las observo
en su imperiosa rapidez. Son gotas
de suciedad, de estiércol repentino,
hambrientas, dislocadas por impulsos
de frenesí adhesivo.

                            La sordera
del mal sigue invariable. No se mueven
nada más que cabellos, filamentos,
corpúsculos que flotan en la siesta
de quieta trementina, perforada
por iracundos grumos. Sobre un perro
bullen como un maíz de aceite ronco.

Ahora son las moscas. Solamente
las moscas agresivas del verano.



   Canto N° 17


Dejar la carne, abandonar la ronca
guitarra de la piel, el vello hirviente
que suda trementina y miel rabiosa;
abandonar los muslos que se buscan
apretando una estrella. Dejar eso
que hicimos y que hacemos en la noche,
en el verano, en la mitad del odio;
detener el aullido del cabello,
la mano que camina y que gotea
temperaturas con temblor de fruta;
tratar de parecernos a la piedra,
a la lluvia, tal vez a los arados
o a los dioses diabólicos del viento.
En fin, salir huyendo de la sangre,
escapar de su luz acosadora,
sin memoria, sin poros en los ojos,
sin salivas ni sed en las axilas,
y detenerse en un lugar distante,
y allí, sobre la hierba, ya de bruces,
sollozar, sollozar, y darse muerte
junto al sexo de oro de una avispa.






    Canto N°28



Vuelan, sobre mi frente, los halcones.
El aire se sostiene con sus alas
y la luz encanece en el abierto
corazón de los árboles. Fulgura
la espalda de un jinete, y en el alma
zumba una abeja heroica persiguiendo
los ecos de una flor, muerta en otoño.

Déjame estar, mujer, guarda tu vientre
debajo de la hierba, donde acaso
he de buscar mañana mi tristeza.
Cúbrete con orugas y manzanas
las puntas de los pechos, si es posible.
Y abandona tus intimas pupilas,
lo majestuoso y bello de tu abismo,
allí, donde agonizan los halcones.



     Canto N° 32


Me preocupa el destino de la abeja,
el cuerpo de la hormiga que se muere
detrás de una corola; la venganza
del sol sobre los ojos de un idiota
que come mariposa. Me preocupa
el color de las uñas del gitano,
y la piedra que muerdo y los sonidos
de la leche en el mar y las paredes.
Me preocupa saber que estoy despierto,
condenado y despierto como un niño
que ha castigado a Dios con una esponja,
y luego se ha tumbado entre violines
a romperse las cejas y el silencio.

Es terrible tener noción de algo;
conocer las partículas del miedo,
el centro de la luz, lo que se inicia
y termina a la vez, en un segundo.
¿Qué esperanza le queda al solitario...?
¿Qué tipo de piedad de irá subiendo
la voz del corazón, donde combaten
los helados cangrejos del enigma?
Hora tras hora busco entre las hojas
la amistad de los pájaros. Frecuento
la diabólica voz de la resina
que se pega a mis sienes, y no obstante
conocerlos y estar como lo quise,
me atormentan sus pasos, sus enormes
y silenciosos símbolos de espanto.
Cada vez más difícil me resulta
ver volar a las garzas, en invierno.
Un campesino es ya una cosa extraña
colocado entre el trigo y el uranio;
los formones no son como los viera
ni la leña se quema como entonces.
Por eso me preocupo y me destrozo,
me voy muriendo, caviloso y fino,
como una lezna hundida en el cabello.