Una
música sorda, un destello ciego
remonta
la noche a la deriva.
Alguien
canta en la orilla distante.
Alguien
enciende fuego.
Danzamos.
Esta mueca de náufragos
se
parece a un saludo. Danzamos.
Somos
nuestra propia orilla, quieta.
Y
aquella que nos llama, ajena.
En
hoteles miserables, en habitaciones
que
ha compartido con el hedor de las ratas,
el
viajero abandona las dádivas, los exvotos,
las
servidumbres de la memoria,
y
sólo conserva:
el silencio
-vaga
carne o forma tallada por el tiempo
en
la soledad de su nombre-
donde
murmura su viejo corazón
como
un leve, furtivo visitante del abismo.
La
vida es un árbol cuyas ramas
crecen
hacia adentro.
Así,
la vida
devuelve
a la tierra
vida.
Así,
en
la raíz de todos los caminos
la
vida renuncia a ser vida.
Y
emprende, cantando, con la tierra,
el
único camino.
Como
raíces salvajes. Sin fruto,
sin
semilla. Así
se
pudren las palabras.
Y
sólo un vago hedor o aliento
sobrevive.
Así
perduran
las palabras.
Como
una salmo sin dios en el vacío.
a Jorge
Ricardo
La
palabra es una celda que ha quedado vacía.
Grietas
en el muro, tierra que ha servido de mortaja,
un
jergón de sueño comido por las ratas,
signos
que nadie canta y nadie ama
prueban
que allí sólo puede habitar el carcelero.
Porque
la vida fue nombrada.
Porque
la vida ya no puede ser nombrada.
La
palabra es una celda que ha quedado vacía.