domingo, 26 de agosto de 2012

Guillermo Boido



Una música sorda, un destello ciego
remonta la noche a la deriva.

Alguien canta en la orilla distante.
Alguien enciende fuego.

Danzamos. Esta mueca de náufragos
se parece a un saludo. Danzamos.

Somos nuestra propia orilla, quieta.
Y aquella que nos llama, ajena.





En hoteles miserables, en habitaciones
que ha compartido con el hedor de las ratas,
el viajero abandona las dádivas, los exvotos,
las servidumbres de la memoria,
y sólo conserva:
                         el silencio
-vaga carne o forma tallada por el tiempo
en la soledad de su nombre-
donde murmura su viejo corazón
como un leve, furtivo visitante del abismo.








La vida es un árbol cuyas ramas
crecen hacia adentro.

Así, la vida
devuelve a la tierra
vida. Así,
en la raíz de todos los caminos
la vida renuncia a ser vida.

Y emprende, cantando, con la tierra,
el único camino.

Como raíces salvajes. Sin fruto,
sin semilla. Así
se pudren las palabras.

Y sólo un vago hedor o aliento
sobrevive. Así
perduran las palabras.

Como una salmo sin dios en el vacío.





                                   a Jorge Ricardo


 La palabra es una celda que ha quedado vacía.
Grietas en el muro, tierra que ha servido de mortaja,
un jergón de sueño comido por las ratas,
signos que nadie canta y nadie ama
prueban que allí sólo puede habitar el carcelero.

Porque la vida fue nombrada.
Porque la vida ya no puede ser nombrada.

La palabra es una celda que ha quedado vacía.